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TRADUCCIÓN

Selección, traducción y notas a cargo de la Colectiva materia

Las palabras y las imágenes seguido de La pintura fotogénica 

Michel Foucault

Las palabras y las imágenes[1]

 

Que se me perdone mi falta de competencia. No soy historiador del arte. Hasta el mes pasado, de Panofsky no había leído nada. Dos traducciones aparecen simultáneamente: los famosos Estudios sobre iconología, publicados aquí casi treinta años más tarde (se trata de cinco estudios sobre el Renacimiento, precedidos y vinculados entre sí por una importante reflexión sobre el método; Bernard Teyssèdre presenta la edición francesa), y dos estudios sobre la Edad Media gótica, reunidos y comentados por Pierre Bourdieu.

Después de semejante retraso, esta simultaneidad sorprende. No estoy en condiciones de decir cuál es el beneficio que los especialistas pueden extraer de esta publicación deseada por tanto tiempo. En panofskiano neófito y, por supuesto, entusiasta, voy a explicar el destino del maestro con las palabras del maestro y diré que el beneficio será grande: estas traducciones van a transformar entre nosotros la iconología distante y extranjera en habitus; para los historiadores nóveles, estos conceptos y métodos dejarán de ser lo que se debe aprender y devendrán aquello a partir de lo cual se ve, se lee, se descifra, se conoce.

Pero no me voy a adelantar. Sólo querría comentar lo que me parece novedoso en estos textos que, por otro lado, son ya clásicos: el desplazamiento al que nos invitan y que corre el riesgo, con suerte, de desorientarnos.

Un primer ejemplo: el análisis de la relación entre el discurso y lo visible.

Estamos convencidos, sabemos que todo habla en una cultura: las estructuras del lenguaje dan forma al orden de las cosas. Otra versión (muy fructífera, como se sabe) de aquel postulado de la soberanía del discurso que ya asumía la iconografía clásica. Para Émile Mâle, las formas plásticas eran textos dispuestos en la piedra, en las líneas o los colores; analizar un capitel, una iluminación, era poner en evidencia “lo quería decir”: restaurar el habla allí donde, por decirlo de forma más directa, fue despojada de sus palabras. Panofsky elimina el privilegio del discurso. No para reivindicar la autonomía del universo plástico, sino para describir la complejidad de sus relaciones: entrecruzamiento, isomorfismo, transformación, traducción, en fin, todo ese festón de lo visible y lo decible que caracteriza una cultura en un momento de su historia.

A veces, los elementos del discurso se mantienen como temas a través de los textos, los manuscritos copiados, las obras traducidas, comentadas, imitadas; pero toman cuerpo en motivos plásticos que están sometidos a cambios (a partir del mismo texto de Ovidio, el rapto de Europa es un baño en una miniatura del siglo XIV o un secuestro violento en Durero); a veces, la forma plástica se detiene, pero aloja una sucesión de temas diversos (la mujer desnuda que es Vicio en la Edad Media deviene Amor despojado, por ende, puro, verdadero y santo en el siglo XVI). El discurso y la forma se transforman relacionándose. Pero no son independientes: cuando la Natividad ya no es representada por una mujer en el parto sino por una Virgen arrodillada, es porque el acento se pone sobre el tema de la Madre del Dios vivo, pero también porque se sustituye una organización rectangular por un esquema triangular y vertical. Por último, sucede que tanto el discurso como la plástica están sometidos, por un solo movimiento, a una única disposición de conjunto. El discurso escolástico, en el siglo XII, rompe con la continua avalancha de las pruebas y las discusiones: las "sumas" hicieron aparecer su arquitectura lógica, espacializando tanto la escritura como el pensamiento: divisiones en parágrafos, subordinación visible de las partes, homogeneidad de los elementos del mismo nivel; visibilidad, por lo tanto, del conjunto del argumento. En la misma época, la ojiva hace perceptible la nervadura del edificio. La continuidad de la bóveda es sustituida por la compartimentación de los arcos y se da la misma estructura a todos los elementos que tienen la misma función. En uno y otro caso, un solo principio de manifestación.

Entonces, el discurso no es el fondo interpretativo común a todos los fenómenos de una cultura. Hacer aparecer una forma no es una manera indirecta (más sutil o más ingenua, como se quiera) de decir algo. En última instancia, no todo lo que hacen los hombres es un murmullo descifrable. El discurso y la figura tienen cada uno su modo de ser; pero tienen entre sí relaciones complejas y enredadas. Se trata de describir su funcionamiento recíproco.

Otro ejemplo: el análisis, en los Estudios de iconología, de la función representativa de la pintura.

Hasta principios del siglo XX, la pintura occidental “representaba”: a través de su disposición formal, un cuadro siempre se relacionaba con un determinado objeto. El problema incansablemente recuperado de saber aquello que, de cierta forma o en tal sentido, determina lo esencial de una obra. Panofsky sustituye esta simple oposición por el análisis de una función representativa compleja que atraviesa, con diferentes valores, todo el espesor formal del cuadro.

Eso que representa un cuadro del siglo XVI está presente en él de cuatro modos. Las líneas y los colores figuran objetos –hombres, animales, cosas, dioses–pero siempre según las reglas formales de un estilo. En los cuadros de una época hay emplazamientos rituales que permiten saber si se trata de un hombre o un ángel, una aparición o una realidad; estos también indican valores expresivos –la cólera de un rostro, la melancolía de un bosque– pero de acuerdo a las reglas formales de una convención (las pasiones en Le Brun no tienen las mismas características que en Durero); a su vez, estos personajes, estas escenas, estas expresiones y gestos encarnan temas, episodios, conceptos (la caída de Vulcano, las primeras edades del mundo, la inconstancia del Amor), pero de acuerdo a las reglas de una tipología (en el siglo XVI, la espada pertenece a Judith, no a Salomé); finalmente, estos temas dan lugar (en el sentido estricto de la palabra) a una sensibilidad, a un sistema de valores, pero bajo las reglas de una suerte de sintomatología cultural.

La representación no es externa ni indiferente a la forma. Está vinculada a ella por un funcionamiento que podría describirse, a condición de que se discierna en ella los niveles y de que se especifique para cada uno de ellos su modo de análisis específico. En tal caso, la obra aparece en su unidad articulada.

La reflexión sobre las formas,  cuya importancia conocemos hoy, es, después de todo, hija de la historia del arte del siglo XIX. Desde hace más o menos cuarenta años, ella había emigrado a las regiones del lenguaje y de las estructuras lingüísticas.  Ahora bien, surgen múltiples problemas –y muy difíciles de resolver– cuando uno quiere cruzar los límites del lenguaje, desde el momento en que se quiere tratar con los discursos reales. Podría ser que la obra de Panofsky sirviera como una indicación, tal vez como un modelo: ella nos enseña a analizar no ya sólo los elementos y las leyes de su combinación, sino el funcionamiento recíproco de los sistemas en la realidad de una cultura.

 

 

La pintura fotogénica (Presentación)[2]

 

Ingres: “Considerando que la fotografía se reduce a una serie de operaciones manuales…” ¿Y si, justamente, consideráramos esa serie y con ella las operaciones manuales a las que se reduciría la pintura? ¿Y si las pusiéramos frente a frente? ¿Y si las combináramos, las alternáramos, las superpusiéramos, las entrecruzáramos, las borráramos, las exaltáramos una a través de la otra?

Ingres también: “La fotografía es muy bella, pero no hay que decirlo”. Al recubrir la fotografía, al ceñirla triunfal o insidiosamente, la pintura no dice que la foto es bella. Hace algo mejor: produce al bello hermafrodita de la foto[3] y la tela, la imagen andrógina.

Es preciso remontarse más de un siglo. Hacia los años 1860-1880 había un nuevo frenesí por las imágenes; era el tiempo de su circulación veloz entre el aparato y el caballete, entre la tela, la placa y el papel –expuesto o impreso[4]; con todos los nuevos poderes adquiridos, había libertad de transposición, de desplazamiento, de transformación, de semejanzas y simulacros, de reproducción, de reduplicación, de trucaje. Era el tiempo del robo, aún muy novedoso pero hábil, divertido y sin escrúpulos, de las imágenes. Los fotógrafos hacían pseudo-cuadros; los pintores utilizaban las fotos como bocetos. Un gran espacio de juego se abría, donde técnicos y aficionados, artistas e ilusionistas, sin preocuparse por la identidad, gozaban jugando. Quizás amaban menos los cuadros y las placas sensibles que las imágenes mismas, su migración y su perversión, su travestismo, su diferencia disfrazada. Admiraban, sin duda, que las imágenes –dibujos, grabados, fotos o pinturas– fueran tan buenas para pensar en las cosas; pero sobre todo les fascinaba que pudieran, a través de desfasajes subrepticios, confundirse unas con otras. El nacimiento del realismo no puede separarse de este gran torbellino de imágenes múltiples y similares. Cierta relación aguda y austera con lo real exigida a menudo por el arte del siglo XIX quizás fue posible, compensada y aligerada, por la locura de las “ilustraciones”. La fidelidad a las cosas mismas era a la vez desafío y ocasión para esos deslizamientos de imágenes que formaban una suerte de ronda  –imperceptiblemente diferente y siempre igual– que giraba en torno de ellas.

¿Cómo recobrar esa locura y esa insolente libertad que fueron contemporáneas del nacimiento de la fotografía? Las imágenes, entonces, circulaban por el mundo bajo identidades falaces. Nada les repugnaba más que quedarse cautivas, idénticas a sí mismas, en un cuadro, una fotografía, un grabado, bajo la firma de un autor. Ningún soporte, ningún lenguaje, ninguna sintaxis estable podía retenerlas; ellas siempre sabían evadirse de su nacimiento o de su última detención a través de nuevas técnicas de transposición. Nadie se ofendía por esas migraciones y esos retornos, salvo quizás algunos pintores celosos, algún crítico amargo (y Baudelaire, obviamente).

Algunos ejemplos de esos juegos del siglo XIX: juegos imaginarios, por decir así, que sabían fabricar, transformar y hacer circular las imágenes: juegos sofisticados, a veces, pero en general populares.

Realzar, desde luego, un retrato o un paisaje fotografiado con algunas notas de acuarela o de pastel.

Pintar decorados, ruinas, bosques, hiedras o ruiseñores en el fondo de los personajes fotografiados, como hacía Claudet, desde 1841, y Mayall, un poco después, en los daguerrotipos que exponía en el Crystal Palace, para ilustrar “la poesía y el sentimiento”, o para mostrar a Beda el Venerable bendiciendo a un niño anglosajón.

Reconstruir en estudio una escena muy similar a un cuadro real o muy cercana al estilo de un pintor, para hacer creer que esa escena fotografiada no era más que la fotografía de un cuadro real o posible. Eso que hizo Reijlander con la Madona de Rafael. Eso que hacía Julia Margarets Cameron con Perugino, Richard Polack con Pieter de Hooch, Paul Richier con Böcklin, Fred Boissonas con Rembrandt, y Lejaren à Hiller con todos los Descensos de la cruz del mundo.

Componer un cuadro vivo a partir de un libro, un poema, una leyenda y fotografiarlo para hacer de ello el equivalente de un grabado ilustrando un libro: así, William Lake Price fotografiaba a Don Quijote y Robinson Crusoe; J. M. Cameron respondía a Gustave Doré ilustrando Tennyson y tomando una foto del rey Arturo.

Fotografiar distintas figuras en negativos separados y revelarlos para hacer una composición única, como hizo Reijlander, en seis semanas y treinta negativos, para lo que fue entonces la fotografía más grande del mundo: Los dos caminos de la vida debía responder a la vez a Rafael y a Couture, a La escuela de Atenas y a los Romanos de la decadencia.

Dibujar con lápiz el esbozo de una escena, reconstruir en la realidad sus distintos elementos, fotografiarlos uno tras otro, cortar las fotos con tijera, pegarlas en su lugar sobre el dibujo, refotografiar el conjunto. Era la técnica que utilizó durante más de treinta años Robinson –tanto en Lady of Shalott (1861) como en Dawn and Sunset (1885).

Trabajar sobre el negativo –y sobre todo desde Rouillé-Ledevèze con el uso de la goma bicromatada– para obtener fotos-cuadros impresionistas como los de Demarchy en Francia, Emerson en Inglaterra, Heinrich Kühn en Alemania.

Y a todas estas maravillas de la gran época habría que agregar, a partir de las placas secas y los aparatos baratos, las innumerables aventuras de los aficionados: foto-montajes; dibujos con tinta china que repasaban los contornos y las sombras de una fotografía que desaparecía luego en un baño de bicloruro de mercurio; fotografía utilizada como un bosquejo que se pintaba luego con pasta o que se recubría con una veladura que la teñía sin tapar el modelo, dejando jugar sombras y luces bajo la transparencia de los colores extremadamente diluidos; fotografía revelada sobre una tela de seda (sensibilizada con una preparación de cloruro de cadmio, benzoína y de almáciga en lágrimas) o incluso sobre una cáscara de huevo tratada con nitrato de plata –procedimiento que los manuales recomendaban calurosamente a quien quisiera obtener una fotografía familiar en degradé; foto sobre la pantalla o el vidrio de lámparas, sobre porcelana; dibujos fotogénicos a la manera de Fox Talbot o de Bayard; foto-pintura, foto-miniatura, fotograbado, cerámica fotográfica.

¿Baratijas, mal gusto de aficionado, juego de salón o familiar? Sí y no. Hubo, hacia los años 1860-1900, una práctica común de la imagen, abierta a todos, en los confines de la pintura y de la fotografía; los códigos puritanos del arte la descalificaron en el siglo XX.

Pero nos divertimos con todos esos procedimientos menores que se reían del Arte. Deseo de la imagen por todas partes y por todos los medios, placer de la imagen. Momento feliz en que quien era  sin dudas el más grande de todos los contrabandistas, Robinson, escribía: “Hoy en día podemos decir que todos aquellos que se dedican a la fotografía no tienen ni un deseo, sea cual fuese, necesario o fútil, que no haya sido satisfecho”[5]. Los juegos de feria están agotados. Todos los giros técnicos de la fotografía que los aficionados dominaban y que les permitían un sinnúmero de pasajes fraudulentos, fueron cooptados por los técnicos, los laboratorios y los comerciantes; unos “toman” la foto, otros la “entregan”; ya no hay nadie que “libere” la imagen. Los profesionales de la foto se replegaron sobre la austeridad de un “arte” cuyas reglas internas debían impedir el delito de copia.

La pintura, por su parte, emprendió la destrucción de la imagen, no sin decir que se emancipaba. Y discursos tristes nos enseñaron que debíamos preferir el recorte del signo a la ronda de las semejanzas, el orden de los sintagmas al correteo de los simulacros, el régimen gris de lo simbólico a la fuga loca de lo imaginario. Han intentado convencernos de que la imagen, el espectáculo, la apariencia y la falsa apariencia, no estaban bien, ni teórica ni estéticamente. Y que era indigno no despreciar todas esas tonterías.

Gracias a esto, privados de la posibilidad técnica de fabricar imágenes, limitados a la estética de un arte sin imagen, plegados a la obligación teórica de descalificar las imágenes, destinados a no leerlas más que como un lenguaje, podíamos ser abandonados, atados de pies y manos, a la fuerza de otras imágenes –políticas, comerciales– sobre las que no teníamos poder alguno.

¿Cómo recuperar el juego de antaño? ¿Cómo reaprender no sólo a descifrar o a tergiversar las imágenes que se nos imponen, sino a fabricarlas de todos los modos posibles? ¿No solo a hacer otras películas o mejores fotos, no solo a recuperar lo figurativo en la pintura, sino a poner las imágenes en circulación, a hacerlas transitar, travestirlas, deformarlas, calentarlas al rojo, congelarlas, multiplicarlas? Prohibir el aburrimiento de la Escritura, levantar los privilegios del significante, destituir el formalismo de la no-imagen, descongelar los contenidos y jugar, con toda ciencia y placer, en, con, contra los poderes de la imagen.

El pop y el hiperrealismo nos han enseñado nuevamente el amor por las imágenes. Y no a través de un retorno a la figuración o por un redescubrimiento del objeto, con su densidad real, sino mediante una conexión con la circulación indefinida de las imágenes. El uso recuperado de la fotografía es una manera de no pintar una celebridad, una moto, una revista o el modelo de un neumático; es una manera de pintar su imagen y de hacerla valer, en un cuadro, como imagen.

Cuando Delacroix armaba álbumes de fotografías de desnudos, cuando Degas usaba instantáneas, y Aimé Morot las fotos de caballos galopando, se trataba para ellos de observar mejor el objeto. Buscaban obtener de él una toma más justa,  más precisa, más mensurable. Era un modo de ampliar las viejas técnicas de la cámara oscura y la cámara clara.

La relación entre el pintor y lo que pintaba se encontraba relevada, facilitada, asegurada. La gente del pop y del hiperrealismo pintan imágenes. No integran las imágenes a su técnica pictórica, las extienden en un gran baño de imágenes. Es su pintura la que hace de intermediario en ese correteo sin fin. Pintan imágenes en dos sentidos. Como cuando decimos: pintar un árbol, pintar un rostro –que utilicen un negativo, una diapositiva, una foto revelada, una sombra chinesca, no importa; no van a buscar detrás de la imagen lo que ella representa y que, quizás, no han visto jamás; captan imágenes y nada más. Pero pintan también imágenes, como cuando decimos: pintar un cuadro; ya que lo que producen al término de su trabajo no es un cuadro constituido a partir de una fotografía, ni una fotografía maquillada como cuadro, sino una imagen tomada en la trayectoria que la lleva de la fotografía al cuadro.

Mucho mejor que los juegos de antaño –que eran aún un poco sospechosos, olían a veces a fraude y adoraban la hipocresía–, la nueva pintura se mueve con alegría en el movimiento de las imágenes que ella misma hace girar. Pero Fromanger, a su vez, va más lejos, y más rápido.

Su método de trabajo es significativo. En primer lugar, no se trata de tomar una foto que “haga” cuadro. Sino una foto “cualquiera”; luego de haber utilizado durante mucho tiempo imágenes de prensa, Fromanger actualmente toma fotos en la calle, fotos casuales, efectuadas un poco a ciegas, fotos que no se anudan a nada, que no tienen centros ni objetos privilegiados. Y no están por lo tanto dominadas por nada externo. Imágenes captadas como una película sobre el movimiento anónimo de lo que pasa. No encontramos, por lo tanto, en Fromanger esa composición en cuadro o esa presencia virtual del cuadro que organizan a menudo las fotografías de las que se sirven Estes o Cottingham. Sus imágenes son vírgenes de toda complicidad con el cuadro futuro. Luego, por horas, en la oscuridad, se encierra con la diapositiva proyectada sobre una pantalla: mira, contempla. ¿Qué busca? No exactamente lo que hubiera podido pasar en el momento en que la foto fue tomada; sino el acontecimiento que tiene lugar, y que sigue teniendo lugar sin cesar sobre la imagen, el hecho mismo de la imagen; el acontecimiento que transita por las miradas entrecruzadas, en una mano que agarra un fajo de billetes, el largo de una línea de fuerza entre un guante y un botón, a través de la invasión de un cuerpo por un paisaje. En cualquier caso, siempre un acontecimiento único, que es el de la imagen, y que la torna, más que en Salt o Goings, absolutamente única: reproducible, irremplazable y aleatoria.

El trabajo de Fromanger hace existir este acontecimiento interior a la imagen. La mayoría de los pintores que recurrieron a las diapositivas se sirvieron de ellas como Guardi, Canaletto y tantos otros, se servían de la cámara oscura: para retrazar en lápiz la imagen proyectada sobre la pantalla y obtener así un esbozo perfectamente exacto; Fromanger, por su parte, omite el apoyo en el dibujo para captar una forma. Aplica directamente la pintura sobre la pantalla de proyección, sin dar al color más apoyo que una sombra –ese frágil dibujo sin trazo, siempre a punto de desvanecerse. Y los colores, con sus diferencias (los cálidos y los fríos, aquellos que queman y aquellos que hielan, aquellos que avanzan y aquellos que retroceden, aquellos que se agitan y aquellos que se estancan), establecen distancias, tensiones, centros de atracción y repulsión, regiones altas y bajas, diferencias de potencial. ¿Cuál es su rol cuando se aplican sobre la foto sin el apoyo del dibujo y la forma? Crear un acontecimiento-cuadro sobre el acontecimiento-foto. Suscitar un acontecimiento que transmite y magnifica otro, que se combina con él y da lugar, para todos los que vendrán a mirarlo y para cada mirada singular posada sobre él, a una serie ilimitada de pasajes nuevos. Crear a través del cortocircuito fotocolor, no la identidad trucada de la vieja foto-pintura, sino un foco del que brotan millones de imágenes.

Unos detenidos rebeldes en una terraza: una foto de prensa reproducida por todas partes. Pero ¿quién ha visto entonces lo que allí sucede? ¿Qué comentario ha liberado alguna vez el acontecimiento único y múltiple que circula en ella? Sembrando manchas multicolores, cuyo emplazamiento y cuyos valores no son calculados en relación con la tela, Fromanger extrae de la foto innumerables fiestas.

Lo dice él mismo: para él, el momento más intenso y más inquietante es aquel en que, terminado el trabajo y apagada la lámpara de proyección, hace desaparecer la foto que acaba de pintar y deja a la tela existir “absolutamente sola”. Momento decisivo cuando, cortada la corriente, es la pintura a través de sus propios poderes la que debe hacer pasar el acontecimiento y hacer existir la imagen. A partir de entonces, las potencias de la electricidad son de ella, de sus colores; la responsabilidad de todas las fiestas que iluminará, también. En el movimiento por el cual el pintor saca a su cuadro el soporte fotográfico, el acontecimiento fluye entre sus dedos, brota como un racimo, adquiere su velocidad infinita, junta y multiplica instantáneamente los puntos y los tiempos, suscita una población de gestos y de miradas, traza entre ellos miles de caminos posibles –y hace precisamente que su pintura, saliendo de la noche, no esté nunca “absolutamente sola”. Una pintura poblada por miles de exteriores presentes y futuros.

Los cuadros de Fromanger no captan imágenes; no las sujetan; las hacen pasar. Las acompañan, las atraen, les abren pasajes, les acortan sus vías, les permiten quemar etapas y lanzarse al viento. La serie fotodiapositiva-proyección-pintura, que está presente en cada cuadro, tiene la función de asegurar el tránsito de una imagen. Cada cuadro es un pasaje; una instantánea que, en lugar de ser capturada por la fotografía a partir del movimiento de la cosa, anima, concentra e intensifica el movimiento de la imagen a través de sus soportes sucesivos. La pintura como un lanza-imágenes. Lanza-imágenes que se torna con el tiempo cada vez más rápido. Fromanger no tiene ya necesidad de las balizas o referencias que había conservado hasta aquí. En el Boulevard des Italiens, en Le Peintre et le Modèle, en Annoncez la couleur, pintaba las calles, lugar de nacimiento de las imágenes, imágenes ellas mismas. En Le Désir est partout, las imágenes pueden haber sido tomadas en la calle e intituladas quizás con el nombre de una calle. Pero la calle no está dada en la imagen. No es que esté ausente sino que está de algún modo integrada a la técnica del pintor. El pintor, su mirada, el fotógrafo que lo acompaña, su cámara, la foto que tomaron, la tela, todo eso, constituye una suerte de larga calle a la vez poblada y veloz donde las imágenes avanzan y caen hasta nosotros. Los cuadros ya no tienen necesidad de representar la calle; son calles, rutas, caminos a través de los continentes, hasta el corazón de China o África.

Calles múltiples, innumerables acontecimientos, imágenes diferentes que se escapan de una misma foto. En las exposiciones anteriores, Fromanger armaba sus series a partir de fotos diferentes unas de otras, pero tratadas por procedimientos técnicos análogos: como las imágenes de un mismo paseo. Aquí, por primera vez, tenemos una serie compuesta a partir de una misma foto: la de un barrendero negro, en la puerta de su camión (y que no era ella misma más que una pequeña imagen extraída del borde de una foto mucho más grande); esa cabeza negra y redonda, esa mirada, ese mango de escoba en diagonal, el gran guante apoyado debajo, el metal del camión, los herrajes de la puerta, y la relación instantánea entre todos esos elementos, formaban ya un acontecimiento; pero la pintura, a través de sus procedimientos en cada caso diferentes y que no se repiten casi nunca, descubre a su vez y libera toda una serie de acontecimientos perdidos en la lejanía: la lluvia en el bosque, la plaza del pueblo, el desierto, el hormigueo de un pueblo. Las imágenes, que el espectador no ve, vienen del fondo del espacio, y a través del resorte de una fuerza oscura alcanzan a brotar de una foto única, para divergir en cuadros diferentes donde cada uno puede a su vez dar lugar a una nueva serie, a una nueva dispersión de acontecimientos.

¿Profundidad de la fotografía, a la que la pintura arranca secretos desconocidos? No; más bien apertura de la fotografía a través de la pintura que llama y hace transitar por ella imágenes ilimitadas.

En esta ramificación indefinida, ya no es necesario que el pintor se represente a sí mismo como una sombra gris en su cuadro. Antes, esa presencia sombría del pintor (pasando en la calle, perfilándose entre la diapositiva proyectada y la pantalla sobre la que pinta, para finalmente quedarse en la tela) servía en cierto modo de apoyo, de punto de anclaje de la fotografía sobre la tela. En adelante (nuevo despojo, nueva ligereza, nueva aceleración), la imagen se propulsa por medio de un artificio del que no vemos ya la sombra. Llega por el camino más corto, lanzada de su punto de origen –la montaña, el mar, China– hasta nuestra puerta –y con encuadres variados donde el pintor ya no tiene lugar (primer plano sobre la cerradura de una puerta de prisión, sobre un fajo de billetes de banco entre la mano gorda de un carnicero y la de una niña; el inmenso paisaje de montaña, desmedido en relación con los personajes minúsculos que allí se encuentran y que solo unos puntos de color llegan a señalar).

Trashumancia autónoma de la imagen que circula hasta nosotros de acuerdo con las mismas vías de deseo que los personajes que allí se muestran, se detienen en el borde del mar, miran un niño en una ametralladora o sueñan con una tropilla de elefantes.

Salimos ahora de este largo periodo en que la pintura no dejó de minimizarse como pintura para “purificarse”, exasperarse como arte. Quizás, con la nueva pintura “fotogénica” se burle por fin de esa parte de ella misma que buscaba el gesto intransitivo, el signo puro, la “huella”. La misma que acepta devenir lugar de paso, infinita transición, pintura poblada y pasante. Y he aquí que al abrirse a todos esos acontecimientos que dispara, se integra a todas las técnicas de la imagen; retoma su parentesco para ramificarse sobre las imágenes, amplificarlas, multiplicarlas, inquietarlas o desviarlas. Alrededor de ella se esboza un campo abierto donde los pintores ya no pueden estar solos, ni la pintura ser soberana única; allí, reencontrarán a la muchedumbre de todos los aficionados, ilusionistas, manipuladores, contrabandistas, ladrones, saqueadores de imágenes; y podrán reírse del viejo Baudelaire y convertir en placer sus desprecios de esteta: “a partir de ese momento, decía a propósito de la invención de la fotografía, la muchedumbre inmunda se lanzó como un único narciso para contemplar su imagen trivial sobre el metal. Una locura, un fanatismo extraordinario se apoderó de todos esos nuevos adoradores del sol”. Que Fromanger sea entonces para nosotros uno de esos fabricantes de sol.

En adelante ¿podrá “pintarse todo”? Sí. Pero es quizás aún una afirmación y una voluntad de pintor. Se podría decir más bien: que entonces todo el mundo entre en el juego de las imágenes y se ponga a jugar.

Dos cuadros finalizan la exposición de hoy. Dos focos de deseos. En Versailles: lustre, luz, destello, simulación, reflejo, espejo; en ese elevado lugar donde las formas debían ser ritualizadas en la suntuosidad del poder, todo se descompone en el destello mismo de lo fastuoso, y la imagen libera un torbellino de colores. Fuegos de artificio reales, llueve Haendel; bar de las Folies-Royales, el espejo de Manet se rompe; Príncipe travesti, el cortesano es una cortesana. El mayor poeta del mundo oficia, y las imágenes arregladas de etiqueta huyen al galope no dejando detrás de ellas más que el acontecimiento de su pasaje, la cabalgata de los colores que han partido a otro lado.

En la otra punta de las estepas, en Hu-Xian, el campesino-pintor-aficionado trabaja. Ni espejo ni lustre. Su ventana no se abre a ningún paisaje, solo a cuatro paletas de color que se transponen en el baño de luz. De la corte a la disciplina, del mayor poeta del mundo al septuagésimo milésimo aficionado dócil, se escapa una multitud de imágenes, y es ese el cortocircuito de la pintura.

 

 

 

 

[1] “Les mots et les images”, Le Nouvel Observateur, n° 154, 25/10/1967, pp 49-50. (Escrito sobre: E. Panofsky (1967) Essais d’iconologie. París: Gallimard, y Architecture gothique et Pensée scolastique (1967) París: Minuit). Tomado de: M. Foucault (1994) Dits et écrits, t. 1 1954-1969. Paris: Gallimard, pp. 621-623.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[2] “La peinture photogénique”. En Le désir est partout. Fromanger. Paris : Galerie Jeanne Bucher, febrero de  1975, pp. 1-11. Tomado de: M. Foucault (1994) Dits et écrits, t. 2 1970-1975. Paris: Gallimard, pp. 707-715.

[3] “Foto” traduce aquí “cliché” que, como en español, también significa el “lugar común”. [N. de T.]

[4] Juego de palabras intraducible: “impressionné et imprimé”. El verbo “impressionner”, que podría traducirse por “impresionar” tiene en francés el sentido específico de señalar el impacto de la luz sobre la película sensible. [N. de T.]

 

 

 

 

[5] Éléments de photographie artistique (trad. fr., 1898).

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