El materialismo filosófico de Giorgio Agamben (y su límite)
Manuel Ignacio Moyano*
* Politólogo, doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y escritor escénico. Ha escrito y publicado textos sobre filosofía política y estética en numerosas revistas científicas como también en varios libros colectivos. Es miembro del Comité Editor de Nombres. Revista de filosofía de Córdoba. Coordina el blog http://escriturasescenicas.blogspot.com.ar/, donde escribe críticas y reseñas de artes escénicas.
Quiero decir que el lenguaje en el cual me sería tal vez posible escribir y pensar no es el latín ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de la cual ninguna palabra se conoce, una lengua que me hablan las cosas mudas y en la cual un día deberé tal vez, desde el fondo de mi tumba, justificarme delante de un juez desconocido.
Hugo von Hofmannsthal, Carta de Lord Chandos.
I.
Uno de los fragmentos-citas benjaminanos preferidos por Agamben es aquel escrito por el entonces joven berlinés en su famosa carta a Martin Buber de 1916, donde —en términos que habrá de dilucidar a lo largo de toda su vida y obra— refiere a “la cristalina y pura eliminación de lo indecible en el lenguaje” (Benjamin en García, 2015: 4). En “Lingua e storia. Categorie lingüistiche e categorie storiche nel pensiero di Benjamin” de 1983, el italiano recuerda este pasaje y lo relaciona con la lengua pura que Benjamin diagrama en textos como Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos (1916) y La tarea del traductor (1921), precisamente porque allí habría una autoreferencialidad del lenguaje a sí mismo que pareciera ir más allá de la lógica presupositiva propia de la metafísica occidental que hace del factum lingüístico un evento esencialmente negativo:
En cuanto la pura lengua —afirma Agamben— es la única que no quiere decir, sino que dice, ella es también la única en la cual se cumple aquella «cristalina eliminación de lo indecible en el lenguaje» que Benjamin evoca en una carta a Buber de julio de 1916. Ella es verdaderamente «la lengua de la lengua», que salva la intención de todas las lenguas y en cuya transparencia la lengua se dice, finalmente, a sí misma. (Agamben, 2012: 45)
¿Qué significa una lengua que solo se dice a sí misma, que puede decirse sin por ello comerse la propia cola en un proceso regido por la inevitable negatividad del querer-decir propio de la certeza sensible hegeliana [1]? Podemos sostener que una lengua que no “quiere-decir” sino que más bien dice es, antes que nada, una lengua pura y exclusivamente decible: esto es, una lengua virtual [2] que una y otra vez dice y recuerda su potencia-posibilidad de decir. Es más, podemos radicalizar esta lectura y afirmar que ella solo dice su potencia, su decibilidad. Y al hacerlo, desmiente la dicotomía entre dicho y no-dicho, pues ella es el medio que abre —y desactiva— ambos polos. Es que se trata de un lenguaje que ya no es una propiedad intrínseca de las palabras, sino de lo general.
En ese mismo ensayo, Agamben elabora una crítica benjaminiana a la distinción hermenéutica entre lo dicho y lo no-dicho con la cual Hans-George Gadamer fundamenta su concepción del método hermenéutico. Como es sabido, para éste, “todo discurso humano es finito, en el sentido que en él siempre hay una infinitud de sentidos por desarrollar e interpretar” (Gadamer citado en Agamben, 2012: 47). Esa infinitud propia del sentido hace que en todo dicho —todo discurso humano y finito— permanezca siempre un no-dicho —la infinitud ínsita al sentido— que impide cualquier forclusión del discurso sobre sí y abre la tarea, infinita, de la hermenéutica. Para el italiano, ella hace de la lengua un “ideal”, esto es, un “fundamento indecible que se destina al infinito movimiento lingüístico sin que ella misma alcance jamás la palabra.” (Agamben, 2012: 47) Contra esta práctica, emparentada de lleno a la mística, esto es, a la guardiana de lo inefable y lo indecible que hacen de la lengua pura un no-dicho, una verdadera hermenéutica para Agamben sería aquella que busque darle fin y cumplimiento a ese “no-dicho”. Sin embargo, el modo de este cumplimiento no podría ser una conclusión, el cumplimiento de un objetivo, como quiere el otro “idealismo” —el sentido como completitud de un significado sin fisuras—; sino más bien una interrupción. Precisamente porque en esa interrupción se abriría un medio, la medialidad que para Benjamin constituye la lengua pura. En otras palabras, siguiendo las sugerencias del italiano, interrumpir el lenguaje implicaría hacer brillar la decibilidad que se abre más acá-allá de la división dicho/no-dicho, esto es, lo decible que es la lengua pura. Ahora bien, ¿cómo llega Agamben en su lectura benjaminiana a esta idea de decibilidad?
Si se nos permite un pequeño rodeo, podemos afirmar que ella retoma cierta interrogación benjaminana que, como la mayoría de ellas, se dispersa fragmentariamente en varios escritos. Así, cuando en 1933, Benjamin concluía su ensayo Sobre la facultad mimética, ya nos arrojaba en sus palabras algunas intuiciones que cimentan esta idea:
De tal suerte la lengua —afirma el berlinés— sería el estadio supremo del comportamiento mimético y el más perfecto archivo de semejanzas inmateriales: un medio al cual emigraron sin residuos las más antiguas fuerzas de producción y recepción mimética, hasta acabar con las de la magia. (Benjamin, 2001: 107)
Las semejanzas inmateriales en cuestión, aquellas que se desarrollan a través de una operación mimética que no se encuentra en la certidumbre sensible hegeliana, son, para el Benjamin de esa época, pensables en la lengua en tanto y en cuanto ella es un medio —no sensible— que se enciende “en un rayo” (Benjamin, 2001: 107). En este pequeño ensayo, este medio lo constituye el elemento semiótico, ya que ahí, en el “nexo significativo de las palabras” (Benjamin, 2001: 107), precisamente se pueden producir semejanzas no sensibles, mimesis más allá de las apariencias materiales. Sin embargo, antes de que las operaciones miméticas emigraran de lleno a la lengua, sugiere el berlinés, hubo algo que no fue escrito y que solo posteriormente, sobre esa no-escritura, se crearon runas y jeroglíficos:
“Leer lo que nunca ha sido escrito.” —escribe Benjamin justo antes del pasaje arriba copiado— Tal lectura es la más antigua: anterior a toda lengua —la lectura de las vísceras, de las estrellas o de las danzas. Más tarde se constituyeron anillos intermedios de una nueva lectura, runas y jeroglíficos. Es lógico suponer que fueron estas las fases a través de las cuales aquella facultad mimética que había sido el fundamento de la praxis oculta hizo su ingreso en la escritura y en la lengua. (Benjamin, 2001: 107)
En esta frase-imagen que Benjamin toma de su amigo y admirado poeta Hugo von Hofmannsthal, algo hay para leer, algo que en los términos de este escrito se presenta como anterior a toda lengua y a toda escritura. Algo que nunca fue escrito pero sobre lo cual, luego, se construyeron runas y jeroglíficos, y a partir de lo cual todo eso se transmigró a la lengua. Se trata aquí de la facultad mimética, esto es, de la capacidad de producir una semejanza. Sin embargo, esa lectura ancestral —porque la mimesis es una forma de leer— que se hace con el cuerpo, a partir de astros, danzas y vísceras, implica también una legibilidad, es decir, una operación lingüística. Bien podríamos decir, en la senda de los primeros escritos benjaminianos sobre el lenguaje, que lo que se intuye con esta frase-imagen es la situación de un lenguaje puro. La pregunta sería, entonces, por el modo en que se conserva esa práctica de lectura (mimética y de semejanzas) en la lengua de los hombres. Porque a lo que apunta esa lectura es a una instancia de lenguaje ya no trazada por las runas y los jeroglíficos —el gramma—, sino por su propia condición existencial, es decir, por su propia posibilidad de lenguaje en tanto que tal. Condición que se conservará en la lengua común de los hombres, pero a cuya consistencia es necesario prestar una singular atención.
Es posible engendrar esta atención a partir de los ensayos benjaminianos sobre el lenguaje de 1916 y 1921, mencionados arriba, y también en la Carta a Buber. Por ello Agamben, persiguiendo esta intuición y su desarrollo en dichos escritos, emparenta esta noción de lenguaje con la idea mesiánico-histórica que determina gran parte de la interrogación política de Benjamin. Lo que le interesa al italiano en este ensayo es remarcar que “lengua” e “historia” en el autor de las Tesis se contaminan recíprocamente y solo encuentran su punto de consumación en una lengua sin escritura. Y esa es precisamente la lengua que ha de leerse, la no-escrita. En ella debemos sumergirnos ahora.
[1] Cabe recordar que el vínculo entre negatividad y lenguaje, tanto en Hegel como en Heidegger, había sido ya interrogado seriamente por Agamben en las jornadas que luego fueron publicados como Il linguaggio e la morte (Agamben, 2007 [1982]).
[2] Samuel Weber (2008) ha remarcado en Benjamin el uso del sufijo alemán “—bar”, y su sustantivo “—barkeit”, que se corresponden con el sufijo inglés “—able” y su sustantivación “—ability” —que en español se corresponden a la vez con los sufijos “—ble” y la sustantivación “—bilidad”— en la mayoría de los conceptos claves del alemán: así en comunicabilidad, criticabilidad, traducibilidad, cognoscibilidad, entre muchos otros. Para el estudioso benjaminiano, este empleo del sufijo produce una virtualización en los mismos, que los abre mucho más allá de su condición fáctica y actual. Luis Ignacio García, por su parte, asume que “esta virtualización puede ser entendida […] como medialización o potencialización general de sus principales operadores teóricos.” (García, 2015: pie de página 8) Es precisamente en esta línea donde debemos colocar y pensar las nociones “decible” y/o “decibilidad” que elabora Agamben desde sus primeros escritos. En este sentido, nos interesa insistir en la condición virtual, la potencialidad propia de la concepción agambeniana del lenguaje que le permite contraponer un posible experimentum linguae a la determinación metafísico-nihilista del mismo. Y afirmar que también se vuelve legible aquí la operación típica del italiano, y de allí la sobredeterminación benjaminiana de su filosofía: abrir en el corazón mismo del dispositivo (sea el lenguaje, la soberanía, el espectáculo o simplemente una mirada) su propia condición medial y de este modo su potencia inoperante que, refiriéndose a sí, desactiva sus funciones típicas y se abre a un nuevo, posible uso.
[3] Es preciso recordar que sobre esta noción se diagrama otro importante texto agambeniano de la época como es “L’idea del linguaggio” de 1984.
[4] Es fundamental retener ese ya no querer-decir de esta lengua porque se desactiva aquí el querer-decir en que, según las tesis de Il linguaggio e la morte, se fundaba negativamente y así comenzaba el sistema hegeliano con el análisis de la certidumbre sensible en el “asir-el-esto”.
[5] Incluso nos atrevemos a sostener que toda la lectura agambeniana de las ideas platónicas no es sino un desarrollo ulterior del “Prólogo” del Trauerspiel benjaminiano. Todo lo escrito en el presente ensayo tiende a sostener agresivamente esta consideración.
[6] Para un desarrollo pormenorizado de ella en su contrapunto con la potencia de Antonio Negri, Cf. Moyano, 2015.
[7] Es fundamental recordar que, según el italiano, “los poetas del 1200 llamaban «stanza», es decir, «demora capaz y receptáculo», al núcleo esencial de su poesía porque ello custodiaba, junto a todos los elementos formales de la canción, aquel joi d’amor que confiaban como único objeto a la poesía” (Agamben, 2011: XIII). En este sentido, podemos afirmar que la poesía que Agamben estudia en su libro Stanze. La parola e il fantasma nella cultura occidentale de 1977 no es sino la piedra basal de la cual extrae su concepción de la materia como decibilidad y receptáculo. No en vano se recuerda al final del “Prefazione” de dicho libro que el lugar en cuestión que precisa la noción “stanza” debe ser concebido como aquello “que Platón, en el Timeo, concibe como un «tercer género» del ser” (Agamben, 2011: XVI).
[8] Por esta misma razón, en “Pardes. La scrittura de la potenza” de 1990, un ensayo dedicado a repensar la noción de huella derrideana a partir de la lectura que Agamben realiza sobre la potencia aristotélica, se finaliza el mismo con esta lectura del Timeo platónico. Allí, Agamben sí nos otorga una lectura de la materia en cuanto potencia y de ésta en cuanto “receptáculo”, entendiendo por éste el tercer género de ser que allí se transcribe con la transliteración de “chōra”, pura capacidad de recepción o “pasión del pensamiento” (Agamben, 2012: 370). Este ensayo contiene un elogio desmedido hacia Derrida que ha sido poco considerado por los especialistas
II.
La lectura agambeniana ofrecida en “Lingua e storia” asume que solo desde la perspectiva mesiánica es comprensible la co-implicación del problema de la lengua y de la historia en Benjamin. Así, retomando una de las notas preparatorias de las tesis Sobre el concepto de historia, el italiano recuerda cómo para el berlinés la humanidad redimida abre la verdadera historia universal que es “una junto a su lengua” (Agamben, 2012: 36). Redención, historia universal y lengua única es precisamente la tríada que este texto se propone interrogar.
Pues bien, para comprender esta tríada indisoluble, es necesario entender la escisión del lenguaje que ya en el ensayo Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos se enarbola. Siguiendo estrictamente la lectura de Agamben, este ensayo emplea un mitologema bíblico extraído del Génesis, la nominación adámica, para diferenciar la lengua pura de la palabra significante. De esta forma, para el italiano, la lengua pura es precisamente la lengua de los nombres que Dios otorgó a los humanos en su condición paradisíaca. Es que en el nombre lo que se comunica no es otra cosa más que la pura comunicabilidad de la lengua, de ahí su contacto con la religión en el concepto de revelación [3]. Lo que le importa remarcar a Agamben es que esa lengua “no conoce lo indecible” (Agamben, 2012: 41). Sin embargo, con la caída del paraíso, la lengua de los nombres se convierte en palabra significante que abre la tradición como una transmisión de nombres, colocando así a la historia —entendida como transmisión— en el lugar de la lengua pura de los nombres y convirtiéndolos en palabras significantes. La historia humana comienza, por lo tanto, con la caída del paraíso en tanto que transmisión de nombres que, en último término, quieren volver a su condición paradisíaca, esto es, a su condición insignificante. De allí que en el corazón de cada palabra se anide una exigencia mesiánica. Aquí Agamben recuerda el ensayo benjaminiano La tarea del traductor para señalar cómo esta tarea implica llevar a cabo el deseo de las palabras, esto es, ir más allá del sentido-significado para volver a ser lengua pura. Por ello, el italiano recuerda el siguiente pasaje:
Desligarlas de tal sentido, para convertir lo simbolizante en simbolizado, para reconvertir el lenguaje puro en movimiento lingüístico, es la riqueza única e inmensa de la traducción. En este lenguaje puro, que ya no significa ni expresa nada, sino que, como palabra creadora e inexpresiva, es lo que se piensa en todos los idiomas, llega al fin, como mensaje de todo sentido y de toda intención, a un estrato en el que está destinado a extinguirse (Benjamin, 2001: 86).
Por lo tanto, entiende Agamben, “todas las lenguas [históricas] quieren decir la palabra que no quiere decir” (Agamben, 2012: 43). Se trata aquí de una exigencia mesiánica inscripta en las palabras mismas, esto es, en la historia abierta en y por la caída del paraíso que no es sino el exilio respecto de la lengua pura de los nombres. Y porque precisamente esa exigencia de lengua pura queda no-dicha, este núcleo “funda la tensión significante de las lenguas en su devenir histórico” (Agamben, 2012: 44). La historia es, así, el diferendo entre la lengua pura y los significados de las diversas lenguas que, en último término, quieren descansar en una palabra inexpresiva. Para Agamben, ésta es precisamente la “lengua universal de la humanidad mesiánica” (Agamben, 2012: 45) que Benjamin tiene en mente cuando habla de una lengua pura. Sin embargo, esta lengua es supuesta por las lenguas históricas, por lo tanto, el mesianismo, en estos términos, será la tarea —traductora— que busca eliminar ese supuesto, o más bien, hacer de esa lengua indecible una lengua “universal” que cancela y lleva a su cumplimiento mesiánico al propio lenguaje —que nada tiene que ver con el “esperanto”, esto es, con un lenguaje común que pretende que sus mensajes sean comprensibles por todos, ya que la lengua pura no quiere-decir nada [4] ni trasladar mensaje alguno. Ahora bien, indicando el camino por el cual concebirá, en Che cos’è la filosofia? (2016) y en muchos escritos previos a este libro, a la filosofía misma como hija predilecta de esta lengua, Agamben recuerda en aquel texto que estamos comentando, el enigmático “Prólogo epistemocrítico” de El origen del Trauerspiel alemán redactado en 1925, donde el berlinés entabla una equiparación improvisada entre idea y lenguaje, para concluir así:
La lengua universal que está en cuestión aquí no puede ser para Benjamin otra cosa más —con una intuición que debemos medir a la vez su audacia y coherencia— que la idea de la lengua, no de un ideal (en el sentido neokantiano), sino de la misma idea platónica del lenguaje, que salva y cumple en sí todas las lenguas y que un enigmático fragmento aristotélico nos la describe como «algo así como un medio, un mediador entre la prosa y la poesía» (Agamben, 2012: 52).
Es preciso, por lo tanto, adentrarse de lleno ahora en la analogía entre lengua pura e idea platónica para comprender el estatuto y alcance de la imago absoluta que Agamben nos lega como una exigencia de su filosofía de volverse plena y exclusivamente decible, esto es, material.
III.
“La cosa stessa” es el nombre de un ensayo agambeniano publicado en 1984. En él se retoma la complejísima Carta Séptima, adjudicada por los estudiosos a Platón —aunque puesta en duda en su autenticidad por la historiografía filosófica del siglo XVIII—, donde el ateniense se dedica a comentar sus fracasos políticos en Sicilia junto al tirano Dionisio y presentar a la vez la propia concepción del ejercicio filosófico. En relación a esto, emerge la expresión “la cosa misma”, to pragma auto, “una formulación que es tan determinante para indicar la cosa del pensamiento y la tarea de la filosofía, que volveremos a encontrarla más de dos mil años después, como una palabra de orden pasada de boca en boca, en Kant, en Hegel, en Husserl, en Heidegger” (Agamben, 2012: 9). Como de costumbre en Agamben, para él en esta expresión es legible paradigmáticamente la gran teoría de las ideas platónica, legibilidad que expone la tierra última sobre la que han de caminar la filosofía y el pensamiento. Pues el gran interrogante es: ¿en qué consiste “la cosa misma”, “la cosa del pensamiento”? Para poder responderse estas preguntas, el italiano se aferra a un pasaje de dicha Carta, tan determinante como enigmático, a partir del cual expone su singular lectura de las ideas platónicas. Este pasaje, que copiamos a continuación a partir de la traducción que el mismo Agamben realiza —traducción inescindible de la singular lectura que ofrece de ella misma—, este pasaje, entonces, dice así:
Para cada uno de los entes hay que distinguir tres, a través de los cuales es necesario que se genere la ciencia; el cuarto es la ciencia misma; quinto se debe poner aquello mismo que es cognoscible y que es verdaderamente. El primero es el nombre, el segundo el discurso definitorio [lógos], la tercera es la imagen [eídolon], la cuarta es la ciencia. Si se quiere comprender aquello que digo, pongamos un ejemplo y pensemos a partir de él en relación con toda cosa. Hay algo que llamamos “círculo” [kýklos éstin ti legómenon], cuyo nombre es precisamente éste que acabamos de pronunciar; lo segundo es su lógos, compuesto de nombres y de verbos: “aquello que en cada punto dista igualmente de los extremos al centro”: he aquí el lógos de eso a lo que se llama redondo, círculo o circunferencia. Tercero es lo que se dibuja y se borra y que se forma con el torno y se destruye, pero nada de todo esto sufre el círculo mismo [autòs ho kýklos, aquí ejemplo de la cosa misma], al que todas estas cosas se refieren, porque es otra cosa distinta de ellas. Lo cuarto es el conocimiento, el noûs, la opinión verdadera alrededor de estas cosas; y todo esto se debe pensar como una única cosa, en cuanto que tiene sede no en las voces [en phonaîs] ni en figuras corpóreas [en somáton schémasin], sino en las almas [en psychaîs]; por lo cual está claro que esto es otra cosa diferente de la naturaleza del círculo mismo y de los tres de los que se ha hablado. De estos, el más cercano al quinto por afinidad y semejanza es el noûs, los otros son más lejanos. Lo mismo vale para la figura recta y para la curva y para el color, el bien y lo bello y lo justo y todo cuerpo fabricado o nacido naturalmente, para el fuego y el agua y para todas las otras cosas de este tipo, para todo ser viviente y para el éthos en el alma y para todas las producciones [poiémata] y las pasiones [pathémata]. Si no se captan de cada cosa los primeros cuatro, no se podrá participar completamente de la ciencia del quinto. Por lo demás, los primeros cuatro manifiestan no menos la cualidad [tò poîón ti] que el ser de cada cosa, por medio de la debilidad del lenguaje [dià tò tôn lógon asthenés]. Por este motivo, nadie en su juicio osará confiar sus pensamientos al lenguaje, tanto más si se trata de un discurso inmóvil, como es aquel escrito con letras (342 a 8-343 a 3) (Platón citado en Agamben, 2012: 10-11).
Según una primera hipótesis, que ha predominado en la lectura de esta carta, recuerda el italiano, “la cosa misma” padecería un estatuto indecible en el pensamiento platónico que la alejaría de cualquier vínculo con el lenguaje. Inmediatamente, se rechaza esta hipótesis ya que, como bien se expresa en la Carta, la cosa misma —lo quinto en la enumeración platónica, es decir, “aquello mismo que es cognoscible y que es verdaderamente”— no se aleja de los otros cuatro a través de los cuales ella deviene cognoscible. Y entre esos cuatro —el nombre, el lógos, la imagen y la ciencia—, precisamente los dos primeros son dimensiones lingüísticas en tanto partes sustanciales de esa subdivisión de cualquier ente que Platón enfatiza. Por lo tanto, nada hay de indecible en ella. Precisamente, todo lo contrario. En este sentido, Agamben afirma que “la cosa misma es aquello que, trascendiendo de algún modo el lenguaje, es, sin embargo, posible solo en el lenguaje y en virtud del lenguaje: la cosa misma, en una palabra” (Agamben, 2012: 12).
Ahora bien, como del pasaje en cuestión se desprende, parece haber en el razonamiento platónico una circularidad ya que partiendo de “cada uno de los entes” se alcanza, en quinto lugar, aquello que “es cognoscible y es verdaderamente”, es decir, la idea, o también, la cosa misma. Precisamente contra esta circularidad se produce la crítica aristotélica, repetida en la modernidad, que veía en las ideas platónicas una suerte de duplicación “innecesaria” de las cosas mismas. Sin embargo, y en esto va la particularidad de la lectura agambeniana, esta especie de circularidad es ficticia desde que la cosa no es más un “objeto presupuesto al lenguaje y al proceso cognoscitivo, sino auto di’ho gnoston estin, aquello por lo cual ella es cognoscible, su propia cognoscibilidad y verdad” (Agamben, 2012: 14).
Como es posible entrever, la lectura agambeniana encuentra en la cosa ya no un presupuesto —aquel fundamento negativo sobre el que se funda toda metafísica— sino una medialidad en la cual el conocimiento en cuanto tal es posible. La cosa no es aquello “sobre lo que se dice”, “el decir kath’hypocheimenou, sobre un sujeto” (Agamben, 2012: 15) —que, como se desprende de la segunda parte de L’uso dei corpi (2014b), es lo que define a la “sustancia” de la ontología aristotélica— sino “el medio mismo de su cognoscibilidad.” (Agamben, 2012: 15) Ahora bien, podemos sostener, esta cognoscibilidad no es sino una decibilidad, es decir, la potencia de ser dicha de la cosa misma. Y precisamente la “debilidad del lenguaje [dià tò tôn lógon asthenés]” que Platón describe se debe al hecho de que éste, el propio lenguaje, no puede expresar acabadamente la cognoscibilidad y la decibilidad en su totalidad. Sin embargo, el lenguaje al que el ateniense se refiere aquí es el lenguaje humano, esto es, el lenguaje presupositivo y significante, el lenguaje que dice algo sobre algo. Pero por esto, la cosa misma no es sino aquello que crece dentro del lenguaje. Precisamente por esta razón, afirma el italiano pensando en la última escritura de Heidegger, “la cosa misma no es una cosa —es la propia decibilidad, la misma apertura que está en cuestión en el lenguaje, que es el lenguaje, y que en el lenguaje constantemente suponemos y olvidamos, tal vez porque ella misma es, en su intimidad, olvido y abandono de sí.” (Agamben, 2012: 18) Y sobre esta decibilidad que queda no-dicha por una debilidad del lenguaje, precisamente allí es donde habría de colocarse la idea platónica. No es, por lo tanto, una reduplicación de la cosa —pues solo sería una reduplicación si la cosa fuera sub-puesta— sino más bien una exposición de la misma. Y en esto radica, para el italiano, la diferencia esencial entre la “tradición” y la “filosofía”:
La estructura presupositiva del lenguaje es la estructura misma de la tradición: nosotros presuponemos y traicionamos (en el sentido etimológico y en el sentido común de la palabra) la cosa misma en el lenguaje, para que el lenguaje pueda transmitir algo [kata tinos]. El ir a fondo de la cosa misma es el fundamento sobre el cual algo como una tradición puede constituirse.
Tarea de la exposición filosófica es venir con la palabra en ayuda de la palabra, para que, en la palabra, la palabra misma no quede supuesta a la palabra, sino que venga, como palabra, a la palabra. En este punto, el poder presupositivo del lenguaje alcanza su límite y su fin: el lenguaje dice los presupuestos y, de este modo, alcanza aquel principio no-presuponible y no-presupuesto (arché anypothetos), que solo permaneciendo como tal constituye la auténtica comunidad y la comunicación humana (Agamben, 2012: 18).
Por lo tanto, podemos afirmar, mientras la tradición se funda sobre la sustancia aristotélica, la filosofía sobre la idea platónica. No hay una cosa y luego un lógos que la vuelve inteligible. Precisamente en la diferencia entre cosa y lenguaje, esencia y apariencia, sustancia y predicado, se funda la tradición: lo que se transmite es un supuesto sobre el cual se dice, sobre el cual se funda una tradición —una traición hacia la cosa misma. La filosofía, por el contrario, elimina esa diferencia encontrándose en medio de ambos polos, encontrando el medio de ambos polos, esto es, la decibilidad: alcanzar este rango, entre la cosa y la palabra, es lo propio de una idea, lo propio del quehacer filosófico. Y esto explica por qué la filosofía platónica ha sido definida como un “salvar las apariencias” —las sombras, las proyecciones, los velos. Precisamente porque rompe la distancia metafísica entre ellas y las ideas. En Idea della prosa, uno de sus libros más bellos, publicado un año después del ensayo sobre la Carta platónica, Agamben declara en este sentido:
La bella apariencia, no explicable ulteriormente a través de hipótesis, es, así, teorizada, puesta aparte, ‘salvada’ por otra comprensión que la aferra ahora como ella es en sí misma, in-hipotéticamente, en su esplendor. Aquello que se alcanza es todavía un sensible (de aquí el término idea, que indica una visión, una ίδεϊν), pero no un sensible presupuesto al lenguaje y al conocimiento, sino expuesto en ellos, absolutamente. La apariencia repuesta no más sobre las hipótesis, sino sobre sí misma; la cosa no más separada de su inteligibilidad, sino en el medio de aquella, es la idea, es la cosa misma (Agamben, 2013: 112).
En este sentido, en la decibilidad que abre la idea y la cosa misma a la vez, lo sensible y lo inteligible coinciden —esto es, caen juntos— en un mismo medio. Y, ¿cuál es este medio? Pues no otro que el lenguaje mismo. Por esta razón, en otro ensayo, el italiano afirmará siguiendo las intuiciones de Wittgenstein sobre el vínculo indisoluble entre la filosofía y el lenguaje: “Una exposición filosófica es aquella que, hablando de cualquier cosa, debe dar cuenta a la vez del hecho de que habla, un discurso que, en cada dicho, dice fundamentalmente al lenguaje mismo” (Agamben, 2012: 29). Una exposición lingüística que no supone nada: la filosofía.
IV.
En Signatura rerum, la misma consideración es desarrollada, pero ahora desde el punto de vista metodológico que implica la construcción de un pensamiento filosófico-político por medio de paradigmas. Así, prosiguiendo los análisis de Víctor Goldschmit, Agamben se introduce de lleno en el Libro VI de la República, y recuerda cómo Platón distinguía en la producción de la ciencia aquella que parte de hipótesis, es decir “presuponiendo (este es el sentido del término griego hypóthesis, de hypotíthemi, «pongo debajo como base») los datos que son tratados como principio, de cuya evidencia no es necesario dar cuentas” (Agamben, 2008: 27). Mientras éste es el procedimiento típico de la geometría y del cálculo; la dialéctica, en cambio, trata a las hipótesis no como principios supuestos sino como paradigmas. Porque el paradigma, tomado como ejemplo, hace de la idea un paradigma del sensible y de éste un paradigma de aquella. Esto se debe a que, según Agamben, “la idea no es otro ente presupuesto al sensible ni coincide con éste: es el sensible considerado como paradigma, es decir, en el medio de su inteligibilidad” (Agamben, 2008: 28). Lo que interesa retener, por lo tanto, es que la idea no es sino el fenómeno sensible captado en su inteligibilidad, esto es, en su medio cognoscible, en su cognoscibilidad. Y, como hemos visto recientemente, este medio no es otro que la decibilidad misma que, incrustándose entre la idea y el sensible, los convierte en un conjunto paradigmático que opera una inteligibilidad determinada. Por esta razón, la metodología agambeniana —y con ello su pensamiento— puede ser asumida como “platónica”, es decir, como no presupositiva ya que a través de determinados paradigmas construye ideas o bien decibles solo por medio de una tarea —interminable— de exposición.
Ahora bien, esta exposición que define a la filosofía, exposición alimentada por su vínculo inescindible con la decibilidad —la cosa misma— que se abre en una idea, define a la vez un modo de la palabra que, en los términos de L’uso dei corpi, no presupone y por lo tanto no denota. Precisamente porque se trata del contacto entre palabra y cosa, contacto que, siguiendo las indicaciones de Giorgio Colli, Agamben asume como un simple y puro “vacío de significación y representación.” (Agamben, 2014b: 174) Por ello, “la idea es una palabra que no denota, sino que «toca»; es decir, como adviene en el contacto, manifiesta la cosa y, a la vez, también a sí misma” (Agamben, 2014b: 175). Como se entrevé claramente, estamos aquí en presencia de esa lengua pura que Benjamin encomendaba a la tarea de la traducción. En este sentido, cuando el berlinés afirma “hay un genio filosófico cuya peculiaridad es el afán de encontrar ese lenguaje que se anuncia en la traducción” (Benjamin, 2001: 84), parece estar indicando, podríamos sugerir según la lectura agambeniana de la idea platónica, que ese genio ya está en el padre de la filosofía occidental, es decir, ya está en Platón. Para ser más claros: esa lengua pura que se anuncia en la traducción es la tarea de la filosofía, esto es, la de producir una decibilidad que ponga en contacto cada cosa con su idea —y no que la “represente” o “denote”—, tarea que encontraría su casa natal en el vínculo indisoluble entre idea y lenguaje. Por esta razón, cuando en “Sul dicibile e l’idea”, el texto central de Che cos’è la filosofia?, se retoma con un desarrollo más pormenorizado las tesis lanzadas en 1984 en “La cosa stessa”, aparece de improviso el nombre de Benjamin precisamente en la vinculación entre idea y nombre que el “Prólogo epistemocrítico” de El origen del Trauerspiel alemán (1925) tematiza no sin profunda complejidad [5].
Enterrándose con rigor en el vínculo entre ideas y fenómenos a partir de la teoría platónica, el autor de las Tesis asume allí que la exposición de las ideas —en tanto esencialidades autónomas y unitarias— no es sino la “salvación de los fenómenos”, ya que cuando éstos se agrupan a su alrededor por medio de conceptos, aquellas salen de su oscuridad y brillan. Se muestran, entonces, como lo que son: soles. Y entre ellas surge la verdad. “Cada idea —afirma en este sentido Benjamin— es un sol y se relaciona con sus semejantes como los soles se relacionan entre sí. La relación sonora de tales esencialidades es precisamente la verdad” (Benjamin, 2006: 233). ¿A qué se refiere el berlinés con esta “relación sonora”? Mientras busca desentrañar decididamente la relación entre ideas y fenómenos, aparece inevitablemente el tema de la verdad que, a diferencia de cualquier objeto científico, no necesita demostración ya que no parte de hipótesis —¡supuestos!— demostrables y/o discutibles: “Y es que el conocimiento es interrogable, la verdad no” (Benjamin, 2006: 226). Por esta razón, las ideas no aportan el conocimiento de los fenómenos, esto es, “no son ni sus conceptos ni sus leyes” (Benjamin, 2006: 230). En consecuencia, ¿cómo se alcanzan los fenómenos por medio de las ideas? “Las ideas —dice Benjamin recurriendo a una de sus más íntimas imágenes— son a las cosas lo que las constelaciones a las estrellas” (Benjamin, 2006: 230). Ellas son constelaciones eternas en cuyo seno emergen como puntos lumínicos, precisamente, los fenómenos. Es así como son salvados. Es que las ideas son “las madres fáusticas” (Benjamin, 2006: 231) que acogen la recolección de los fenómenos —dispersos y diversos— que realizan los conceptos. En ellas, como en vientres maternos, las cosas encuentran un medio para volverse visibles (de allí, como hemos visto con la apreciación agambeniana de Idea della prosa, que “idea” se arraigue etimológicamente en “visión”). Solo así los fenómenos son salvados, esto es, entre-vistos en las constelaciones ideales. Ahora bien, y este es el gran hallazgo benjaminiano del cual Agamben no se desprenderá jamás, este medio no es otro más que el lenguaje, aquella “relación sonora” que es la verdad. Solo por esta razón, la verdad es una “relación sonora” surgida en la relación entre las ideas o esencialidades eternas y autónomas. Es que bajo esta óptica, la verdad se presenta tan solo como la misma salvación de los fenómenos operada a través de las ideas —es decir, a través de su medialidad lingüística. Ahora bien, esta salvación no implica una duplicación de los fenómenos, como ha querido la crítica aristotélica y moderna, precisamente porque lo que se muestra como indefectible es la condición lingüística en el que surge la salvación del fenómeno por la idea, es decir, la nominación. Por ello, Benjamin enarbola aquí nuevamente —como en Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos y en La tarea del traductor— su teoría del nombre:
En cuanto perteneciente al orden de las ideas, el ser de la verdad es diferente del modo de ser de los fenómenos. La estructura de la verdad requiere por tanto un ser que, en su ausencia de intención, iguale al sencillo ser de las cosas, pero le sea superior en consistencia. La verdad no consiste en una mira que encontraría su determinación a través de la empiria, sino en la fuerza que primero plasma a esencia de esa empiria. El ser apartado de toda fenomenalidad, el único al que pertenece dicha fuerza, es el ser del nombre que determina el darse de las ideas. Pero éstas son dadas no tanto en un lenguaje primordial como en aquella percepción primordial en la que las palabras poseen su nobleza denominativa, sin haberla perdido a favor del significado cognitivo. […] La idea es, en efecto, un momento lingüístico, siendo ciertamente en la esencia de la palabra, cada vez aquel momento en el cual ésta es símbolo. Ahora bien, en el caso de la percepción empírica, en la que las palabras se han desintegrado, junto a su aspecto simbólico más o menos oculto poseen un significado abiertamente profano. Cosa del filósofo será restaurar en su primacía mediante la exposición el carácter simbólico de la palabra en el que la idea llega al autoentendimiento, que es la contrapartida de toda comunicación dirigida hacia afuera. Pero esto, puesto que la filosofía no se puede arrogar el discurso de la revelación, únicamente puede suceder mediante un recordar que se haya remontado al percibir primordial. La anamnesis platónica no se halla quizás lejos de este recuerdo. Solo que no se trata de una actualización intuitiva de imágenes; en la contemplación filosófica la idea se desprende de lo más íntimo de la realidad en cuanto palabra que reclama nuevamente su derecho denominativo. Pero tal actitud no es en última instancia la actitud de Platón, sino la de Adán, el padre de los hombres, en cuanto padre de la filosofía. En efecto, el denominar adánico está tan lejos de ser juego y arbitrio que en él se confirma el estado paradisíaco como aquel que aún no tenía que luchar con el significado comunicativo de las palabras. Lo mismo que las ideas se dan desprovistas de intención en el nombrar, en la contemplación han de renovarse. Y a través de tal renovación se restaura la percepción originaria propia de las palabras (Benjamin, 2006: 232-233).
Nos hemos permitido la extensión de este pasaje porque en él, de forma magistral, se resume una refutación igualmente agresiva hacia toda forma de idealismo como de empirismo. Y, como veremos, se abre también allí aquel corazón negro que singulariza la filosofía benjaminiana como la agambeniana: el materialismo. Es que todo se trata aquí del nombre, no del discurso comunicante. Solo el lenguaje en cuanto nombre participa de las ideas, precisamente porque se rompe o más bien se destituye “el significado comunicativo de las palabras”. En los nombres no hay mensajes. Por ello, como bien señala Agamben desde esta perspectiva, “la idea busca pensar qué cosa adviene a las cosas singulares por el solo hecho de ser nominadas, de devenir homónimas” (Agamben, 2016: 85). Es decir, la idea se da en el nombre porque en ella establece con el fenómeno una “homonimia”, esto es, se vincula con ellos y los salva. Este “estado paradisíaco” de la palabra como nombre es lo que se recupera una vez que la idea y el fenómeno entran en contacto en su puro ser-dichos, lo cual explica por qué la reminiscencia es una de las formas eminentes de la filosofía platónica, esto es, una restitución a su dimensión lingüística más acá-allá de la significación. En este sentido, el vínculo más obvio es el más verdadero, es decir, el hecho de que entre el fenómeno y la idea solo hay una relación lingüística en su ser nominados del mismo modo, esto es, en su ser homónimos. Y aquí adquiere valencia la noción agambeniana de paradigma, entendida como aquello que se coloca junto a las cosas, pues el nombre es lo que, colocándose junto a la cosa, la define no en su significado sino en “su puro tener nombre, en aquella pura decibilidad que vuelve posible el discurso y el conocimiento” (Agamben, 2016: 85). En palabras de Mallarmé: “Digo: ¡una flor! y, fuera del olvido en que mi voz relega todo contorno, en tanto que algo distinto a los consabidos cálices, asciende musicalmente, idea también y suave, la ausente de todos los ramos” (Mallarmé citado en Agamben, 2016: 89).
Aquello que la contemplación de la flor enseña —el materialismo como una filosofía de las flores, podríamos decir—, es, entonces, que entre ella tomada como idea y ella misma tomada como fenómeno existe un vínculo estrictamente lingüístico: son decibles. El mundo y el lenguaje entran en contacto precisamente en la decibilidad. Ésta es la ontología platónica que Agamben nos lega como quehacer filosófico. O en las palabras de Benjamin, “la cosa del filósofo” será retomar la palabra en su autoentendimiento, fuera de la comunicación exterior: tomar la palabra en su decibilidad (un “tomar la palabra” que también es un gesto político). La cosa misma y la idea, como ya hemos visto, son las dos fracciones de una misma medialidad, de una misma virtualidad: la decibilidad. Y en ello, la ontología platónico-benjmaninano-agambeniana se revela estrictamente política ya que lo decible es “el Más Común [il Piú Comune]” (Agamben, 2014a: 14), la comunidad que se abre en el lenguaje de la decibilidad pura. Ella, como hemos sugerido quizás extremando un tanto las reflexiones agambenianas, es el medio que se da entre lo dicho y lo no-dicho, y aquí se aloja su diferencia centralísima con lo indecible, ya que éste necesariamente queda vinculado a la no-dicho. Lo decible, la decibilidad, en cambio, inventa una nueva lengua —o, más bien, recuerda una más originaria— ya que desdicotomizando la diferencia entre dicho y no-dicho, entre decir y desdecir, abre la posibilidad de ambos. Esta es la potencia del lenguaje en cuanto tal —y, como veremos a pesar de Agamben, no solo del lenguaje humano.
Ahora bien, en este texto incluido en Che cos’è la filosofia?, el italiano logra dar un paso más respecto del ensayo de 1984 sobre la Carta Séptima de Platón, ya que empalma toda esta consideración de lo decible y la decibilidad con su teoría de la potencia, extraída de la división aristotélica entre potencia y acto. Sin embargo, este empalme no es explicitado aquí. No se menciona directamente, pero sí se deja entender pues esta decibilidad ha de ser pensada como aquella potencia-de-no-no desarrollada de algún modo u otro en casi todos sus escritos posteriores a “La potenza del pensiero” de 1987: esto es, como una pura capacidad de recepción [6]. Esta aclaración es fundamental pues a partir de esta concepción de la potencia como capacidad de recepción, Agamben desarrolla el problema del “lugar” de las ideas, a través de una minuciosa lectura del Timeo platónico, señalando cómo allí se produce la necesidad de postular un tercer género del ser que, ni inteligible ni sensible, les dé cabida a ambos. Lo especial de este problema es que se trata de un género particular pues “es el «receptáculo» (ύποδοχή) de toda generación” (Agamben, 2016: 99). Por lo tanto, esta tercera dimensión ontológica que se abre en la teoría platónica es en verdad un “receptáculo” que no es más que un “ser en sí privado de forma” (Agamben, 2016: 99), por lo que es un ser dificilísimo de aferrar, pues no tiene forma a pesar de que pueda recibir todas las formas [7]. Su inaferrabilidad es, como bien puede inferirse en consecuencia, la misma que la de la potencia. Tanto ella como el receptáculo son, por lo tanto, inapropiables, esto es, comunes.
Platón concluye —señala Agamben resumiendo su lectura— que hay que admitir por lo tanto […] tres géneros del ser: 1) uno ingenerado e incorruptible, que no recibe en sí nada ni está jamás en otro, invisible y no sensible (άναίσθητον), que se contempla con la inteligencia; 2) un segundo, homónimo y semejante al primero, que se genera y se destruye incesantemente en cualquier lugar (έν τινι τόπω) y que se aferra con la opinión acompañada de sensación (μετ αίσθήσεως); 3) un tercero, el espacio (χώρα), también eterno y no sujeto a destrucción, que provee una sede (έδρα) a las cosas generadas (Agamben, 2016: 100).
Aunque similar a las ideas, ingeneradas e incorruptibles, este tercer género no es idéntico a ellas por cuanto provee un lugar, un espacio en el cual las cosas sensibles, generadas y corruptibles, pueden acaecer. ¿De qué se trata entonces este género, parecido a los inteligibles puros, pero que, sin embargo, es la “sede” para los sensibles? No hay más rodeos posibles: es la materia. Entendida como “receptáculo”, esto es, como un lugar a-forme que permite todas las formas, ella es el principio nunca agotado en el cual las ideas y los cuerpos copulan, esto es, tienen-lugar. Por esta razón, señala Agamben, a pesar de que esta doctrina sea la que ha influenciado a Aristóteles y a la modernidad en su concepción de la materia, ellos han leído erróneamente el espacio “receptáculo” platónico como una res extensa, una “realidad” que se extiende y confunde con los sensibles y los cuerpos. La materia no es un sensible ni un cuerpo. Es una potencia, un tener-lugar. Podemos inferir, a pesar de que el italiano no lo diga explícitamente, que esta lectura errada de la materia en Platón —sobre la que se asienta el idealismo cartesiano—, se debe al privilegio explícito por parte del aristotelismo del acto en vez de la potencia. Pues lo que vale en Occidente es la obra y no su potencia, la operación y no su posibilidad. En la filosofía platónica, según el italiano, lo que se privilegia en cambio es una potencia, una capacidad de recepción —incorruptible, informe, ingenerada—que incólumemente abre el contacto entre los cuerpos y las ideas, su tener-lugar[8]. “El tener lugar de un cuerpo es aquello que, diverso del cuerpo, lo pone de algún modo en relación con lo inteligible: por ello la idea —la inteligibilidad o la decibilidad de cualquier ente— tiene lugar en el tener lugar del sensible” (Agamben, 2016: 105). Alcanzamos aquí el núcleo materialista de la filosofía agambeniana. El “tener lugar” es la materia, la potencia, la cópula entre inteligible y sensible. En una palabra, la decibilidad. Y ella no será, para Agamben, sino una exigencia de exposición. Por lo tanto, la filosofía será, entonces, una respuesta a esa exigencia que es la materia misma. Allí su materialismo filosófico.
V.
Decibilidad: el contacto —el vacío de representación— entre lenguaje y mundo. ¿Es este nuevo lenguaje, entonces, la “lengua universal de la humanidad mesiánica” (Agamben, 2012: 45), que según Agamben define la lengua pura benjaminiana? No, pues su fijación antropogenética no le permite al italiano comprender el estatuto de esa lengua en Benjamin como tampoco de su propia noción de decibilidad, hija de aquella. La decibilidad es para Agamben, en tanto designa el contacto entre lenguaje y mundo, el evento antropogenético que le marca al hombre su límite y también su origen: una lengua de humanidad mesiánica. Y en esta encerrona de la ontología al evento antropogenético, el italiano olvida lo fundamental en Benjamin: que hay una lengua general que no es la humana.
En resumen, toda comunicación de contenidos espirituales es lenguaje. La comunicación mediante la palabra constituye solo un caso particular, el del lenguaje humano y del que está en la base de éste o fundado en él (jurisprudencia, poesía). Pero la realidad del lenguaje no se extiende solo a todos los campos de expresión espiritual del hombre —a quien en un sentido otro pertenece siempre una lengua—, sino a todo sin excepción. No hay acontecimiento o cosa en la naturaleza animada o inanimada que no participe de alguna manera de la lengua, pues es esencial a toda cosa comunicar su propio contenido espiritual (Benjamin, 2001: 89).
En estas palabras germinales con las que Benjamin abre su famoso ensayo de 1916, ¿no habría debido acaso introducirse de lleno, también, toda la interrogación agambeniana sobre el estatuto de la decibilidad? ¿Acaso no es a partir de ella que “no hay acontecimiento o cosa en la naturaleza animada o inanimada que no participe de alguna manera de la lengua”?
García llama la atención sobre este punto delicado en Benjamin y afirma que “la no-humanidad del lenguaje no siempre ha sido destacada en este en ensayo seminal, y sin embargo resulta esencial a su planteo aquí, y […] será determinante en su obra materialista posterior” (García, 2015: 11-12). En este sentido, “la temprana metafísica del lenguaje y el posterior materialismo fisonómico o hermenéutica materialista se tocan aquí: el lenguaje no es humano, sino que cada cosa expresa su ser lingüístico en el lenguaje” (García, 2015: 12). Y es precisamente esta condición inhumana del lenguaje aquello que le permite al alemán enarbolar su crítica a la concepción burguesa del mismo, esto es, a la concepción que ve en él un instrumento (¡no un medio pues posee fin(es)!) para comunicar. Por lo tanto, “cada lengua se comunica a sí misma, cada lengua es —en el sentido más puro— el ‘medio’ de la comunicación” (Benjamin, 2001: 91). La lengua pura benjaminiana, aquella que en los términos de Agamben entendemos como “decibilidad”, no es sino la comunicabilidad pura de ese lenguaje que, como se lee en el ensayo La tarea del traductor, “ya no expresa ni significa nada” (Benjamin, 2001: 86). Se trata de una lengua inmanente que comunica en el lenguaje y no a través de él. Un lenguaje que “nunca fue escrito”, que no ha sido tallado por runas y jeroglíficos y que, sin embargo, no deja por ello de ser decible por cuanto él es la decibilidad en que encallan todas las cosas: su “contenido espiritual”.
Es cierto que el hombre también participa de este lenguaje, precisamente a través del nombre: “La esencia lingüística del hombre es por lo tanto nombrar las cosas” (Benjamin, 2001: 91). Sin embargo, este nombrar, propio de la lengua adánica, no instituye señorío o dominio alguno ya que en él, el hombre se comunica con el ser espiritual —lingüístico— de las cosas, las aprehende y así se comunica con Dios, la palabra creadora. En este sentido, el nombre es un medio “no solo no-instrumental, sino también no-subjetivo. Así, el nombre propio es residuo de la palabra divina entre los hombres” (García, 2015: 13). Sin embargo, ese residuo se esparce con igual ímpetu en las cosas, animadas o inanimadas. El hombre solo puede entreverarse con esa resina, pero no le pertenece. ¿Por qué, entonces, lenguaje y mundo puestos en contacto son el “evento antropogenético”? ¿Por qué han de ser el origen (siempre repetido) del hombre y no del origen per se? ¿Acaso la potencia, la pura capacidad de recepción, el “receptáculo” que define la materialidad platónica, no es lo más inhumano que hay, justamente porque “ingenerado” e “incorruptible”, es decir, origen sin “génesis”? No hay en verdad materialismo posible desde una óptica antropogenética como la agambeniana. Aquí, Agamben deja de ser verdaderamente agambeniano, pues reduce su ontología a una cuestión antropogenética cuando habría debido destituir ésta en el calor de aquella.
¿Qué serían el filósofo y la filosofía entonces? Pues una praxis lingüística en la cual un hombre pierde su humanidad y se arriesga —y en ello le va la vida misma— a un lenguaje sin escritura y sin voces. A una lengua sin lógos ni phoné, esto es, a una lengua imaginada, a una lengua como la de las cosas mudas. Una que convierte toda voz y toda palabra en simples decibles, que hace de lo real, un posible —y no de lo posible un real. Pero, ¿no es ésta la casa de la poiesis, del arte? Es allí cuando el filósofo comprende, como Benjamin y como Agamben, que su tarea no es sino poética: “sujeto poético no es más el individuo que ha escrito esas poesías, sino aquel sujeto que se produce en el punto en el que la lengua ha sido vuelta inoperosa, es decir, ha devenido, en él y por él, puramente decible” (Agamben, 2009: 274-275). ¿Qué serían el filósofo y la filosofía materialista, entonces, sino el poeta y la poesía?
Bibliografía
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