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El fin de la Modernidad o el fin de la representación.

Arte negativo como arte colectivo para la memoria de un genocidio

Joaquín Campodónico*

*Licenciando en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente, trabaja el vínculo entre estética y política en Friedrich Nietzsche y en la filosofía postnietzscheana. Integra grupos de investigación dirigidos al estudio de la estética contemporánea y moderna, principalmente enfocados en la filosofía adorniana, materialista y, también, nietzscheana y postnietzscheana

Estos poetas infernales,

Dante, Blake, Rimbaud

que hablen más bajo…

que toquen más bajo…

¡Que se callen!

Hoy

cualquier habitante de la tierra
sabe mucho más del infierno
que esos tres poetas juntos.

León Felipe, “Auschwitz”

Introducción y fundamentación del problema

 

El problema de la ‘representación’ en el arte adquiere todo el peso histórico, político y social que llega a nuestros días a partir de los grandes acontecimientos que ha vivido la humanidad en la primera mitad del siglo XX. Así, tras la categorización del siglo pasado como “el siglo de los genocidios”[1], las distintas disciplinas artísticas se vieron en la necesidad de reformular sus propias prácticas técnicas, formales y, sobre todo, de contenido en la medida en que la propia Modernidad fue la que entró en crisis tras los acontecimientos abrumadores que acababan de ocurrir. Si bien podría considerarse que la historia de la humanidad es la historia de las guerras que ha librado contra sí misma, no fue sino en la Modernidad donde la ‘Diosa Razón’ se propuso como promesa de orden, progreso y, sobre todo, paz.[2] Por ello es que el siglo XX encierra un tipo de complejidad inusitada hasta el momento: el progreso técnico, científico e intelectual llevado adelante por el hombre ha culminado en la utilización de dichas herramientas para la propia destrucción.

Particularmente Alemania fue el estandarte de dichos avances desde fines del siglo XIX hasta, al menos, comenzada la Segunda guerra mundial con la invasión nazi a Polonia el 1 de septiembre de 1939; sin embargo, a su vez la misma nación ha llevado hasta las últimas consecuencias el contenido del término ‘genocidio’. También allí ciertos filósofos y artistas se han topado con el problema de la representación y, además, con el lugar del arte dentro de la sociedad ya que esta disciplina es, en rigor, un invento moderno y, como tal, es pasible de cambiar y de devenir algo diferente.[3] En este contexto comienza a gestarse una concepción del arte como lugar de la memoria. Sin embargo, se tendrá especial cuidado a la conceptualización —pues toda obra ‘es’ algo, y así conceptualiza— y a la representación que encierra ese concepto— al ‘qué’ de ese concepto.

Quizás donde más pueda apreciarse el espesor teórico y lo sensible que este problema resulta, es en el ensayo de Theodor Adorno titulado “La crítica de la cultura y la sociedad” escrito en 1959; el texto termina diciendo —en un tono duro y trágico:

La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía. El espíritu crítico, si se queda en sí mismo, en autosatisfecha contemplación, no es capaz de enfrentarse con la absoluta cosificación que tuvo entre sus presupuestos el progreso del espíritu, pero que hoy se dispone a desangrarlo totalmente. (Adorno, 1962: 29) 

A partir de este célebre pasaje quisiéramos ahondar en qué es aquello que se pone en juego al querer realizar una obra artística que tome en cuenta la gravedad de lo ocurrido; considerando a la representación como una característica moderna del arte y, además, como un problema no sólo estético —como rama de la filosofía— sino, también, como un problema filosófico —y como tal también social— en conjunto. Para ello tomaremos en cuenta diferentes obras, intervenciones y propuestas del artista alemán Horst Hoheisel en relación al ‘caso alemán’. Así mismo, como Hoheisel se ha interesado especialmente en el último genocidio que ha ocurrido en nuestro país, trazaremos un camino que conecte con la memoria colectiva del ‘caso argentino’.

La ‘representación’ como problema histórico-filosófico.

 

En una carta escrita en el año 1960 y dirigida a Nelly Sachs Paul Celan se muestra asombrado al enterarse de que algunos jerarcas nazis escribían poemas. Al asombro le deviene inmediatamente la indignación y Celan sentencia: “Esos hombres ¡escriben poemas! ¡Qué no escribirán, los falsarios!” (Celan, 2009: 28) El traductor del fragmento considera que, para Celan, la poesía debe tener una base moral.[4] Años antes, Theodor Adorno, como estandarte de la Teoría Crítica, ya había dicho su famosa —y a menudo malinterpretada— frase sobre lo barbárico que es escribir poesía después de lo ocurrido en Auschwitz. Con lo contundente de estas afirmaciones, podría considerarse que el cambio ocurrido es innegable, un hiato en el arte y la política: como si el poema hubiese cambiado de modo tal que ya no sería posible reconocerlo en su naturaleza de literatura; como si la naturaleza, la literatura y la manera de relacionarse con ellas hubiesen pasado por un cambio ontológico. El límite se ha borrado, el horizonte se difumina en la antes llanura y no se sabe (más) quién es quién: el nazi es a la vez poeta.

Aunque nos sintamos tentados a ello no podemos adscribir a la conclusión del traductor de Celan, puesto que no se trata de considerar que sólo 'los buenos' —los moralmente buenos— pueden ser artistas o talentosos (baste, como ejemplo, la problemática heideggeriana o wagneriana que llega, incluso, hasta nuestros propios días[5]); quizás la enseñanza de la Escuela de Frankfurt haya sido entender que 'la moral' de los nazis está atravesada por una lógica de la identidad que es la misma que construye la columna vertebral de la, así llamada, sociedad moderna. Viviremos ajenos a la comprensión del nudo en el que se atan historia, política, arte y sociedad en la medida en que identifiquemos a 'Auschwitz', o al exterminio burocráticamente planificado e industrialmente sistematizado de seres humanos como una acción llevada a cabo, simplemente, por 'el mal irracional'. Lo que Blanchot llama “acontecimiento absoluto de la historia” es la imposibilidad de reducir lo infinitamente enorme del horror a cualquier tipo de concepto. Se cierra, entonces, la representación, o en palabras de José Zamora

 'Auschwitz' […] exige un replanteamiento radical en la forma de considerar dicho proceso y prohíbe desde un punto de vista moral todo intento de asimilarlo a la 'normalidad histórica', sin que por ello deje de afectar a toda la historia y a nuestra visión de la misma. (Zamora, 2000: 1)

Sin embargo, para nosotros el cambio trasciende la moralidad. Y así, casi como si hubiese una ontología y una epistemología del arte, el problema radica en responder qué puede ser un poema en una cultura que se descubre a sí misma como barbarie si no también un acto barbárico; problema que, por otra parte, es la columna vertebral de la sentencia adorniana y, creemos, su auténtico sentido—lo que ha generado escozor por más de cincuenta años dentro de la filosofía y todo Occidente.

Como punto de partida quizás sea necesario recordar que, ante todo, la invención misma del arte tal y como llega a hacerle frente al genocidio perpetuado por los nazis es el de un arte moderno separado como por una frontera insoslayable de la esfera vital del accionar humano (aquello que, en muchos casos, se ha denominado la invención del ‘arte burgués’ a partir de la Crítica del juicio kantiana y el hondo hincapié allí realizado sobre el desinterés que debe llevar toda contemplación artística[6]). La proliferación de los ámbitos museísticos en donde “se encuentra el arte” lejos, muy lejos de todo soplo que demuestre alguna forma de vida, ha llevado a algunos intentos por devolver el arte a la vida. Contra esa categoría de expresión artística 'ajena a todo' menos a sí misma como cultura es a la que Adorno refiere; así, clausura la representación tal y como ella venía siendo entendida. Y por ello debe ser leído el ensayo “La crítica de la cultura y la sociedad” como un célebre intento por plantear una crisis de continuidad dentro de, no sólo el arte, sino que, sobre todo, dentro de la Modernidad occidental en sí misma como etapa histórica que se ha hundido —de forma insoslayable, innegable y trágicamente demostrable— en una crisis de sus propios cimientos, sus propias bases, su propia médula y fundamentos filosóficos. El enojo, en un primer momento, de algunos poetas como Günther Grass que vieron en esto un “prohibir a los pájaros cantar” se descubre, ahora, en la naturaleza imposible y a la vez inevitable de la poesía; o como Nancy sostiene el “ángel que recoge los muertos robados es el poema mismo.” (Nancy, 2003: 16) ¿De qué modo se puede hablar artísticamente cuando hablar es precisamente representar? ¿Y cómo evitar, por otra parte, el siempre cómplice silencio?

Sin lugar a dudas, es el problema de la representación misma lo que ha sido objeto de transformación radical en términos estéticos. No obstante, se debería, quizás, realizar la pregunta de si siempre —desde el nacimiento de la Modernidad— la representación ha sido entendida de la misma manera. Jean-Luc Nancy, en una obra de hace pocos años, intenta contestar esa pregunta; y realiza, de este modo, una pequeña salvedad —más bien una crítica— al planteo de la Escuela de Frankfurt. De este modo, Nancy aclara recordándonos magistralmente que

 

en lo que gradualmente, desde el Renacimiento, habría de llamarse 'arte', y con todos los hilos de la madeja anudados en él, siempre estuvo en juego, con la producción de imágenes (visuales, sonoras), todo lo contrario a una fabricación de ídolos y de un empobrecimiento de lo sensible: no una representación espesa y tautológica frente a la cual era menester prosternarse, sino la presentación de una ausencia abierta en lo dado mismo —sensible— de la llamada obra 'de arte'. (2003: 29-30)

 

El filósofo francés logra captar, aquí, lo que, a nuestro juicio, es la esencia que Adorno pretende subrayar: lo negativo del arte, el arte como límite abierto, como borradura, como horizonte quebrado. Pese a la crítica en la cual está inmerso Nancy, es preciso antes que nada devolver el arte a la vida, y es aquí donde tanto éste último como Adorno se encuentran en sus posiciones sobre el arte y la historia. A su vez, es esta característica la que demuestra la necesidad de plantear la crisis de la Modernidad para algo así como la comprensión del fenómeno de la representación. De modo tal que el cambio ocurrido lleva a pensar al arte total y absolutamente bañado por la vitalidad que recorre las calles; sin querer “empobrecer lo sensible” ni adueñarse de nada, simplemente hacerse eco de la vida. Y es allí, en el retumbar, donde el poema se hace inevitable: en el sonido, que es, justamente, el no-silencio. Quizás el primer paso para la comprensión y su posterior ‘representación artística’ sea hablar de lo ocurrido incorporándolo a la vida en sí misma.

Uno de esos célebres intentos por devolver el arte a la vida fue el realizado por Friedrich Nietzsche en el contexto de una Modernidad que poco a poco iba adentrándose en un profundo y occidental nihilismo, enmascarado, quizás, en guerras que se perpetuaban bajo la excusa de la conformación de los Estados nacionales. El mismo año en el que escribiera El nacimiento de la tragedia en sus apuntes Nietzsche sentenciaba que “¡sólo en los griegos todo se convirtió en vida! ¡En nosotros todo se reduce a conocimiento!” (Nietzsche, 2007: 355) Las paradojas de la historia de la filosofía (así como de la historia sin más) han querido que ese libro formara parte de los usos y abusos teóricos de los nazis, sin embargo es importantísimo recordar el desvelamiento —literal desvelamiento— del filósofo alemán por reinterpretar a los clásicos dentro de un arte que, en rigor a la verdad, se separa de la concepción romántica en un sentido fundamental; puesto que la gran operación desarrollada en El nacimiento de la tragedia es reintroducir al arte en la esfera político-social. Y pasar, así, de algo que es contemplado sin mayores consecuencias a algo que es recepcionado por todos los sentidos de todas las gentes.[7] Aquí, la referencia que realizamos a Nietzsche y a la mitologización de la historia no es, por supuesto, inocente ya que estamos hablando del gran denunciante del nihilismo europeo, así como aquél que anticipara los resultados de esa crisis moderna. El componente radicalmente anti-moderno del planteo nietzscheano es devolver el arte a la vida y esto es su elemento colectivo, pero dicho proceso cae preso de su propia época al otorgarle las banderas de ello al genio wagneriano (he aquí lo que ha permitido su nazificación: la necesidad de un Führer). Ahora bien, ¿qué podría significar, luego de 'Auschwitz' —i. e. el “acontecimiento absoluto de la historia”—, devolver el arte a la vida sin la mediación del “empobrecimiento de los sentidos”? ¿De qué manera intentar decir algo, representar, lo que se ha demostrado como punto culmine de toda conceptualización ulterior? ¿Cómo evitar, parafraseando a Adorno, que la más afilada conciencia del peligro degenere en cháchara?

En el arte, el problema de la representación es análogo a lo que ocurre en la disciplina histórica al hablar del Holocausto y su posible comparación; y, así, para el historiador Dominick LaCapra, a los acontecimientos difícilmente clasificables e incómodamente comparables de la historia

se los compara con otros sucesos en la medida en que comparar es esencial para poder llegar a comprender. El problema es cómo se lleva a cabo el proceso de comparación, y qué funciones cumple. Ver el Holocausto desde el punto de vista de la transferencia es, hasta cierto grado, hacerlo comparable; pero el concepto de transferencia tiene el valor de permitirnos marcar las diferencias de potencial traumático de los sucesos, situando al Holocausto como caso límite, que pone a prueba —e incluso puede alterar— categorías y comparaciones previas. Si se las usa en cierta forma, las comparaciones pueden servir a funciones claramente igualadoras.(LaCapra, 2007: 177)

 

Se trata, quizás, de resignificar la representación.

 

Horst Hoheisel y el ‘caso alemán’: arte negativo y colectividad.

En su postulación al concurso organizado por el Estado alemán en 1995 para realizar un “Monumento a los judíos asesinados de Europa” el artista, también alemán, Horst Hoheisel, propone un 'anti-monumento', un monumento invisible: destruir la icónica Puerta de Brandemburgo y dejar sus escombros en una zona que recuerde al genocidio. La fundamentación de la propuesta es, en palabras de Hoheisel, la “casi completa imposibilidad de expresar el Holocausto por medio del arte.” (Sarlo, Silvestri, Vezzetti, 2005: 18) A su vez, declara que “después del Holocausto, es necesario indicar que no existe más una continuidad histórica ni una identidad nacional alemana. Esa identidad estará marcada para siempre por una ruptura que los alemanes no deberán reconstruir.” (2005: 18)

[1] Véase, Bernard Bruneteau, El siglo de los genocidios, Madrid, Alianza, 2006, trad. F. Peyrou Tubert y H. García Fernández.

[2] Para subrayar la pacificación que vendría a proveer la Razón y dejar en claro el interés de los modernos en este aspecto podría considerarse Sobre la paz perpetua (Zum ewigen Frieden) escrito por Inmanuel Kant en 1795 y donde la preocupación central es construir un orden jurídico tal que la guerra sea algo inconcebible.

[3] Sobre este problema —si antes de la Modernidad había ‘Arte’— puede consignarse a Friedrich Nietzsche como aquél que se hace cargo de ello en El nacimiento de la tragedia (sobre todo en los primeros capítulos del libro), en el complejo contexto de la segunda mitad del Siglo XIX. Una de las operaciones ejecutadas es devolver las expresiones artísticas a la vida y quebrar, así, la tajante separación entre arte y vida que caracteriza a la Época Moderna. Cfr. Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 2006, trad. A. Sánchez Pascual, pp. 41-57. Más adelante, en el cuerpo del texto, volveremos sobre ello.  

[4] Véase el prólogo escrito por Carlos Ortega a la traducción de la Obra Completa de Paul Celan para la editorial Trotta citada anteriormente.

[5] Sobre la música de Richard Wagner y su asociación con el nazismo es paradigmática la decisión llevada adelante por el Estado de Israel de no tocar sus obras en contextos públicos. En ese sentido, debe ser tenido en cuenta que hasta el año 2001 se pedía a los directores de orquesta —de forma expresa— que no tocasen piezas wagnerianas (ya que éste era el compositor favorito de Adolf Hitler y su música frecuentemente se escuchaba en los campos de concentración). Fue en ese mismo año en el que el director nacido en Argentina (criado en Israel y radicado en Berlín) Daniel Barenboim decidió que formara parte de su repertorio para el Festival Internacional de Música y Drama de Israel —previa censura por parte del Estado y posterior consulta con el público al momento de la ejecución— un fragmento de Tristán e Isolda. Las repercusiones de este acto fueron enormes; de tal modo que llegó incluso a pedirse un boicot internacional para Barenboim, y el entonces alcalde de Jerusalén lo calificó de “descarado, arrogante, incivilizado e insensible”.

[6] Véase, Inmanuel Kant, Crítica del Juicio, México, Porrúa, 2007, trad. M. García Morente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[7] La diferenciación que queremos remarcar es entre Nietzsche y Kant, donde este último funda la Estética moderna (como rama de la Filosofía) bajo la preponderancia del desinterés en la contemplación de la obra de arte, una de las principales tesis de la Crítica del juicio. Desde ya, para muchos receptores románticos de la estética kantiana esto es lo que da paso a la relación entre arte y política, puesto que el espectador —en este contexto histórico de surgimiento y consolidación de la burguesía será un espectador burgués— no puede adueñarse, en términos de interpretación, de la obra de arte. Véase, sobre todo, la inmediata recepción y reinterpretación de las tesis kantianas por parte de Friedrich Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre de 1795.

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A la izquierda, la Puerta de Brandemburgo con los nombres de los campos de concentración; a la derecha, la Puerta borrada digitalmente con la siguiente declaración de Hoheisel (en inglés y alemán): “La Puerta de Brandemburgo va a ser reducida a escombros. Los escombros serán esparcidos en el área del monumento, ese lugar será recubierto con placas de granito. En el monumento, dos espacios en blanco serán creados; este doble vacío —y este es el monumento real— es difícil de soportar. Pero casi muestra la imposibilidad de expresar al Holocausto por medios artísticos”

 

Desde ya, no se trata de borrar de un plumazo todo vestigio del Imperio Alemán, de cambiarle incluso el nombre a la Nación y creer que los hechos ocurridos fueron un enorme error colectivo sin más. Eso sería demasiado simple y conllevaría una supresión de cualquier intento de comprensión o de asimilación de sea lo que sea que haya pasado. Justamente, estos intentos artísticos procuran incorporar a la historia propia el pasado reciente 'nacional'. Por eso debe ser —y pese a que Hoheisel perdió el concurso por lo radical de su propuesta— una cuestión de Estado. En términos estrictamente modernos, un monumento es una manifestación estatal sobre un tema en particular, generalmente relacionada a la visión oficial de la Historia; Hoheisel, mediante su 'contra-monumento' pretendía desarticular el paradigma monumental agregándole un ingrediente de la mayor importancia: debido a que la pila de escombros de la otrora Brandenburger Tor decía muy poco y a la vez demasiado, hubiese sido necesario que la dación de sentido fuese realizada por parte del colectivo alemán en, valga la redundancia, su conjunto. Y así remarcar, como el artista sostiene, que “el arte es siempre más radical que la política” — puesto que la primera, agregamos, puede aplicar una discursividad cercana al límite de lo conceptual, esto es, a lo negativo— y continúa

pero la factibilidad del monumento le pone límites a esa radicalidad. Con mi proyecto de destruir, mediante una explosión, la Puerta de Brandemburgo (una idea característica de la estrategia contramonumental) quise poner en evidencia este conflicto. Sabía que un proyecto así no tenía ninguna probabilidad de realizarse. Sin embargo, el Holocausto es un acontecimiento que nunca corresponde ni se adapta plenamente a una narración o a una escultura sea del artista que fuere. Por eso planteé un monumento negativo.(2005: 19)

 

La apuesta en este tipo de monumentos enmarcados en lo que se denomina ‘arte negativo’ no es reestablecer la/s presencia/s que reclama/n la/s ausencia/s; muy por el contrario, se intenta por todos los medios posibles hacerse cargo de esa/s ausencia/s, sin caer —como es notorio en estas obras— en la necesidad del mensaje o la moraleja, como así tampoco en el golpe bajo. Con un tono evidentemente adorniano, el artista remata: “yo quería hacer explotar el gran remate escultórico de la Puerta, y dejar que las columnas sin remate, junto a las dos casitas de los guardias, pusieran de manifiesto la ausencia.” (2005: 20)

Uno de los proyectos que Hoheisel sí pudo llevar a cabo fue el de la fuente de Kassel. En 1908 el empresario judío Sigmund Aschrott decide hacerle un regalo a la comunidad y financiar la construcción de una pirámide neogótica de doce metros de alto con una fuente y un espejo de agua, diseñada por el arquitecto de la ciudad Karl Roth. Treinta y un años después la fuente, la pirámide y el espejo de agua fueron destruidos por activistas nazis sin que quedara, en el lugar del antes regalo, más que escombros. Luego, la ciudad decide rellenar el espacio de cemento y colocar algunas flores, razón por la cual, terminada la guerra, los pobladores apodaron el espacio como “la tumba de Aschrott.” Pero lentamente el nombre del empresario fue pasando al olvido, y la memoria quiso que se identificara la destrucción de la pirámide con los bombardeos ingleses a la ciudad. Cuando la “Sociedad para el rescate de monumentos históricos” decide organizar un concurso para recuperar la identidad de la fuente, ya corría el año 1984; es en este marco que Hoheisel presentó su proyecto. 

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.Fuente original de Kassel, ca. 1930. Fotografía: Kassel Kulturamt

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La fuente sin pirámide una vez ya destruida por los nazis y luego de haber sido considerada “la tumba de Aschrott”, ca. 1966. Fotografía: Kassel Kulturamt

 

Tal y como sucedió con la Puerta de Brandemburgo, aquí la idea fue un contra-monumento, y el artista declara:

 

he diseñado la nueva fuente como una imagen espejada de la antigua, hundida bajo ese espacio, para así poder rescatar la historia del lugar como una herida y una pregunta abiertas; para penetrar en las conciencias de los ciudadanos de Kassel —para que esas cosas no vuelvan a ocurrir jamás. (Young, 1992: 288)

 

 El diseño consistió en hundir los doce metros de la pirámide en el suelo, invertir el flujo del agua y que ella caiga los doce metros, reflejando, a su vez, la fuente en su conjunto. La representación que orquesta la obra juega entre volver a ser lo que fue la plaza originalmente, con el detalle de formar, ahora, parte de las bases de la ciudad; penetrando en la memoria y cambiando, sustrayendo el paisaje urbano. Es la pregunta abierta a la que refiere Hoheisel la que el artista no puede responder, porque esta obra no es una 'placa conmemorativa' que recuerde como un sello que 'aquí ha ocurrido un genocidio', ni es la restauración del regalo original del empresario Aschrott —casi como un pedido de disculpas oficial, estatal, frente a él y la comunidad. La apuesta consiste en representar la ausencia haciéndose cargo de los límites del concepto y de la inconmensurabilidad del vacío. Como sostiene Young en su comentario a la obra:

¿Cómo uno recuerda una ausencia? En este caso, reproduciéndola. […] La misma ausencia del monumento será ahora preservada, precisamente, en su espacio negativo duplicado. De esta manera la reconstrucción del monumento permanece tan ilusoria como la memoria misma, un reflejo en aguas oscuras, un juego fantasmagórico entre imagen y luz. (Young, 1992: 290)

 

El diseño consistió en hundir los doce metros de la pirámide en el suelo, invertir el flujo del agua y que ella caiga los doce metros, reflejando, a su vez, la fuente en su conjunto. La representación que orquesta la obra juega entre volver a ser lo que fue la plaza originalmente, con el detalle de formar, ahora, parte de las bases de la ciudad; penetrando en la memoria y cambiando, sustrayendo el paisaje urbano. Es la pregunta abierta a la que refiere Hoheisel la que el artista no puede responder, porque esta obra no es una 'placa conmemorativa' que recuerde como un sello que 'aquí ha ocurrido un genocidio', ni es la restauración del regalo original del empresario Aschrott —casi como un pedido de disculpas oficial, estatal, frente a él y la comunidad. La apuesta consiste en representar la ausencia haciéndose cargo de los límites del concepto y de la inconmensurabilidad del vacío. Como sostiene Young en su comentario a la obra:

¿Cómo uno recuerda una ausencia? En este caso, reproduciéndola. […] La misma ausencia del monumento será ahora preservada, precisamente, en su espacio negativo duplicado. De esta manera la reconstrucción del monumento permanece tan ilusoria como la memoria misma, un reflejo en aguas oscuras, un juego fantasmagórico entre imagen y luz. (Young, 1992: 290)

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Horst Hoheisel con la maqueta de su obra. Fotografía: James Young.

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La fuente de Kassel en la actualidad.

Quizás donde más se concretice el carácter colectivo de las obras de arte relacionas a la memoria sea en la pequeña —y de consecuencias enormes— intervención realizada por el mismo Hoheisel en conjunto con Andreas Knitz: la placa de acero colocada en el ingreso al ex campo de exterminio de Buchenwald. Ésta tiene todos los nombres de los allí asesinados, y mediante un mecanismo eléctrico permanece siempre a 37 grados centígrados: el frío y reluciente metal refleja nombres de muertos y transmite la tibieza de un cuerpo. El visitante al campo debe agacharse para leer los nombres y apoyarse en la placa para conservar el equilibrio.

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Horst Hoheisel “El monumento tibio de Buchenwald”, 1995.

Como allí es fácil de ver, la apuesta consiste en un diseño que roza lo minimalista, pero siempre partiendo de las estrategias clásicas de memoria desarrolladas en la Modernidad: una placa conmemorativa es, quizás, lo más común que suele utilizarse para recordar a los ausentes. No obstante, el arte negativo precisa llevar esto hacia su propio límite. Y tal es así que la placa se encuentra en medio del parque (sin estar, como suele ser el caso, pegada en algún muro), donde no hay nada que la haga destacar, especialmente; lo que el artista haya querido decir a propósito de las víctimas, debe ser ‘completado’ por los visitantes al ex campo de exterminio.

 

Horst Hoheisel y el ‘caso argentino’.

 

Este artista alemán ha visitado en reiteradas ocasiones nuestro país, e incluso mantiene una estrecha relación con muchos investigadores y distintas organizaciones de DD. HH. El motivo es, como podría de esperarse, la suerte de ‘universalidad’ que los distintos fascismos del siglo XX han regado por el globo, haciendo así, del ‘caso argentino’, un hecho con el que cualquier estudioso del nazismo, o cualquier interesado en arte y memoria siente una especial empatía e interés. Desde ya, no se trata de simplificar y unificar los genocidios cometidos como si éstos no presentasen particularidades que los hiciesen necesarios de estudios minuciosos y de la generación de especialistas al respecto; sin embargo, en el momento en el que se planifica la matanza ordenada, sistematizada y unificada de seres humanos desde el aparato estatal, las similitudes entre los diferentes ‘casos’ saltan a la vista con asombrosa —y catastrófica— facilidad. Por estas razones es que Horst Hoheisel —en tanto artista de la memoria— se expide sobre lo ocurrido en nuestro país.

Una de las propuestas de Hoheisel a propósito del ‘caso argentino’ fue, en sus palabras, “que sea un monumento colectivo y no el resultado de la idea unificadora de un artista cualquiera.” (Sarlo, Silvestri, Vezzetti, 2005: 19) La obra consistía en utilizar un container para que distintas organizaciones, defensores de los DD. HH., víctimas y familiares de víctimas del terrorismo de Estado —así como, luego, todo aquél que tuviera ganas de participar— depositasen algún objeto que, para ellos, represente la época de la última dictadura por algún motivo. ­De este modo, se haría hincapié en lo que ha marcado el recuerdo, o en sus propias palabras “mi objetivo es yuxtaponer las memorias individuales en un espacio que se ofrezca como contenedor de las memorias.” (2005: 19) Y la ‘justificación’ —de ser necesaria, desde ya— es simplemente que “cada grupo tiene memorias diferentes, pero todos fueron reprimidos durante la dictadura.” (2005: 19) La propuesta en cuestión fue desarrollada —con pequeñas diferencias— bajo el nombre de “Química de la memoria. Una experiencia de la desaparición” por la artista plástica Marga Steinwasser y la socióloga María Antonia Sánchez en el año 2007, y exhibida en el “Museo de la memoria” de la ciudad de Rosario.

A pesar de haber sido quien propuso la obra, Hoheisel no quiso intervenir en la misma sino de manera (si cabe la expresión) más negativa, aún: participó con una caja vacía, ya que —confiesa al ser consultado por esta decisión— “esta historia no es la mía”. Marga Steinwasser responde al respecto que “como alguien que no pertenece a esta memoria, él pensó en trabajar como un catalizador, en el sentido que tiene este término en química, es decir, un precipitado que acelera los procesos.” (Steinwasser, 2007[8]) Sin embargo, la pregunta inmediata es ¿de quién sí es la historia? El mismo interrogante es el que se plantearon las organizadoras de la obra al consignar quiénes podían entregar los objetos que conformarían la muestra. Sobre todo, el problema hace referencia a las nuevas generaciones, a los más jóvenes (y que, en muchos casos no estaban siquiera vivos cuando el genocidio sucedió) y que, en palabras de la artista, “recién están empezando a hacer su proceso de memoria.” Obviamente, restringir el colectivo al que se pretende aludir en este tipo de intervenciones artísticas genera el efecto no deseado —y por sobre todas las cosas, temido— de terminar siendo algo sólo para entendidos o de, en última instancia, monopolizar el dolor por las ausencias que debe ser lo más universal posible. Así, la obra misma presta un ejemplo de ello y María Antonia Sánchez dice

uno de los símbolos de la muestra, un zapatito con el emblema del campeonato mundial de fútbol de 1978, fue aportado por una joven que tenía entonces 3 años y lo usaba como un juguete. Al cabo del tiempo el sentido cambió: ‘representa un pedacito de lo que se construyó: la hipocresía de la muerte’, dice el texto que lo acompaña. (Steinwasser, 2007)

 

[8] Marga Steinwasser entrevistada en el diario “La Capital”, edición del 8 de abril de 2007.

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Botín de fútbol alegórico al Campeonato Mundial Argentina '78. Este fue uno de los objetos depositados en la obra “Química de la memoria. Una experiencia de la desaparición”.

Allí, se trató de arte colectivo al proponer al público en general que llevaran un objeto —en concordancia con lo dicho por Hoheisel; así, el ‘espectador’ se transforma, a su vez, en una suerte de artista que debe él mismo terminar de completar el sentido de algo que permanecerá como un ‘work in progress’. La razón de ello reside en que la memoria misma es algo plástico, cambiante, en constante devenir y que no acepta conclusiones absolutas o últimas: la propia finalidad de la memoria como espacio de representación de la/s ausencia/s es su traspaso a las nuevas generaciones; y gracias a ello es que es un trabajo perpetuo.   

 

En relación al Parque de la Memoria (‘monumento’ que pretende identificarse con la memoria nacional, desde ya) la postura de este artista es —como podría de esperarse— radical; y ha confesado, al respecto, que le parece un “cementerio de esculturas”, considerando que, en cambio, se debería focalizar en el anchísimo río al que mira el Parque y no hacia lo que el lugar mismo contiene; así agrega “yo las sacaría todas, dejaría libre el terreno y desde la orilla proyectaría luz sobre el agua del río.” (Sarlo, Silvestri, Vezzetti, 2005: 19)

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“Reconstrucción del retrato de Pablo Míguez”, Claudia Fontes, ubicado sobre el Río de la Plata, frente al Parque de la Memoria de la Ciudad de Buenos Aires.

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Placa conmemorativa a las víctimas del terrorismo de Estado, ubicada en el Parque de la Memoria de la Ciudad de Buenos Aires. Al fondo de la imagen puede visualizarse el Río de la Plata.

 

Por nuestra parte, quien ha visitado el Parque quizás haya tenido la sensación de que el verdadero monumento es el río mismo; desde esa costa donde no se ve la otra orilla, donde el agua golpea y mueve la obra que recuerda a Pablo Míguez secuestrado y desaparecido a sus catorce años; donde uno no puede sino pensar, al saberse interrogado por el viento, que allí mismo en ese río interminable yacen los cuerpos de tantos nombres que la enorme placa de piedra patagónica confiesa.

Allí, donde el Plata no ha podido teñirse de rojo, su inmensidad funciona de alegoría con lo ocurrido: en desafío permanente a la tarea imposible de su representación. Pero, a su vez, de su viento y de sus olas, de su sublimidad, surge el mandato de intentar representarlo, pues se ha vuelto imposible no hacerlo: si la Cultura se ha develado barbarie, la Cultura es, entonces, algo por construir. Tal como Habermas sostenía en “Sobre el uso público de la historia”: “En Alemania tenemos la obligación —aun si nadie más está dispuesto ya a asumirla— de mantener vivo el recuerdo del sufrimiento de aquellos que murieron a manos de alemanes; y debemos mantenerlo vivo públicamente, no sólo en nuestra mente. Esos muertos tienen, ante todo, el derecho de reclamar el frágil poder anamnésico de una solidaridad que quienes nacieron después sólo pueden ejercer mediante la memoria, que siempre se renueva, que a menudo se desespera, pero que en cualquier caso se mantiene activa y en circulación. Si desatendemos este legado benjaminiano, nuestros compatriotas judíos, y sin duda los hijos, las hijas y los nietos de quienes fueron asesinados ya no podrán respirar en nuestro país.” (Habermas, 2000: 44) Quizás llegue el día en que todos los poetas, al mirar el ancho Río de la Plata, lo vean teñido de rojo; ese día, Celan podrá descansar en las propias aguas del Sena.

 

Bibliografía.

 

Adorno, Theodor 1962 (1959) Prismas (Barcelona: Ediciones Ariel).

Celan, Paul 2009 Obra Completa (Madrid: Trotta)

Habermas, Jürgen 2000 La constelación posnacional. Ensayos políticos (Barcelona: Ediciones Paidós).

LaCapra, Dominick 2007 “Representar el Holocausto: reflexiones sobre el debate de los historiadores” en Saul Friedlander (comps.) En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final (Bernal: Universidad Nacional de Quilmes).

Nancy, Jean-Luc 2007 (2003) La representación prohibida (Avellaneda: Amorrortu).

Nietzsche, Friedrich 2007 Fragmentos póstumos I (1869-1874) (Madrid: Tecnos).

Sarlo, Beatriz; Silvestri, Graciela; Vezzetti, Hugo 2005 “Conversación con Horst Hoheisel, La destrucción de la Puerta de Brandemburgo” en Punto de vista (Buenos Aires) N°83.

Young, James E. 1992 “The Counter-Monument: Memory against Itself in Germany Today” en Critical Inquiry Vol. 18, N° 2. 

Zamora, José A. 2000 “Estética del horror. Negatividad y representación después de Auschwitz” en Isegoría (Madrid) N° 23.

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