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Toda lengua es política. Sobre Bonino. La lengua
de la inocencia
de Manuel Ignacio Moyano*

Guadalupe Lucero

*Borde Perdido, Córdoba, 2017.

Comenzaré esta breve reseña con una referencia personal, porque necesito excusarme. Lo que sé de Bonino no admite ningún tipo análisis serio, ni sistemático. Ciertamente conocía a Bonino, si es que esto puede suceder, antes de que llegara a mis manos el libro de Manuel Ignacio Moyano. Por culpa de Agustín Genoud, compañero de cátedra, artista vocal un poco boniniano, que un día trajo así como al pasar, como un regalo, un texto sobre Bonino, para “usar en el parcial”… Era un texto de Cippolini sobre Bonino: “Los niños mutantes de Villa María rompen todo”, y sin ninguna responsabilidad decidimos incorporarlo, no como lectura y material de análisis en clase, sino directamente “para el parcial”. Genoud es un tipo de pocas palabras, trajo el texto, lo propuso y nos miró como diciendo, fíjense. No sé qué esperaba que hiciéramos con eso. Por mi parte, se los propuse a mi turno a los alumnos, para que escriban algo sobre el no-lenguaje de Bonino y nuestros temas teóricos. Es claro que nada podíamos decir sobre Bonino, pero estábamos ansiosos de que alguien lo hiciera.

 

El texto de Moyano me devolvió esa escena transfigurada en gran escena del malentendido. “Si yo no sé de lo que hablo tampoco permitiré que otros lo sepan”. Como mala docente que soy no tengo guardados esos trabajos, solo guardo la alegría de la experiencia con esa superficie de trabajo. Nunca lo volvimos a trabajar, y no tengo tampoco una explicación
didáctica para eso. Algunos años después, en Córdoba encontré buceando en la librería de Alción el texto de Libertella, La leyenda de Jorge Bonino… Entonces cuando me ofrecieron reseñar este libro, también pensé que me invitaban por algún malentendido. Este libro se anima a hablar de Bonino y se hunde en el imposible mundo de la comunidad del
malentendido.

La tapa del libro nos muestra un rostro en el gesto de sacar la lengua. La lengua de la inocencia que sin embargo no se muestra desafiante sino ante todo ciega. Los ojos hundidos y la lengua afuera. No es el gesto pícaro de la broma. Tampoco el del cansancio (“Ya está cansado y todavía no corrió nada”). La exposición de la lengua sobre la ceguera. Andar a tientas, sin ver, es un poco el gesto del ensayo, recorre lo que hay, restos, entrevistas, fotos, videos, pero nada de eso termina de construir una referencia visible, inteligible. No clarifica nada y se inventa lo que necesita. Sacar la lengua, desenrollarla, darla vuelta como una media, quizás ese gesto boniniano, que trama la broma con el cansancio, con la fatiga extrema de un cuerpo que se ex-pone tensando la lengua para comunicar cuerpo y palabra, sea el único hilo que nos permite transitar estas páginas. Afecto de una vida diría Deleuze, ni biografía ni crítica, detectar el afecto boniniano es lo que ensaya este ensayo que como un cangrejo, dice el autor, camina de costado, y sobre la orilla que recibe y borra huellas sin prisa y sin pausa. “Escribir una vida supone entonces caerse en una caída”.


“La vida-obra de un artista que enloqueció”, nos dice Moyano. Es que ¿cómo hacer equilibrio sobre el borde absurdo del lenguaje, sobre ese borde cuando el borde encarna, cuerpo-palabra, y desquicia, necesariamente? No podemos dejar de leer, de corrido con el texto ese en-lo-que-sí-o afirmación adversativa que borra la sutura entre la palabra y el mundo para abrir allí un único mundo en el que todo yace, caído, uno junto a otro. A propósito de una caracterización de Marta Minujín, Moyano se detiene en una idea que contamina todo el texto. Minujín dice: el arte lo enloqueció, Moyano, que el arte no pudo con su locura, es decir, no pudo hacer de la locura una pose. La pose del artista sería así aquella que detiene la fuerza disolvente, la informa y la encauza. Sin embargo, la línea de la locura es aquella que no cesa, sin comienzo y sin desarrollo, como una mancha que avanza y tiñe lo que toca, que arrastra hasta el límite.


Ninguna otra cosa sería esa “crítica radical del mundo”, tarea que asume el propio Bonino, “sin punto de vista”. Lejos de visibilizar las condiciones de posibilidad de la enunciación, es decir, la fatalidad de un punto de vista, querría ser absoluta para implotar todo punto de vista. Sin perspectiva se anula necesariamente todo punto de referencia. La broma es aquí el tema central: aquella que rompe el orden. Un gesto nietzscheano, quizás, aquel que nos muestra que la crítica más efectiva es la risa disolvente. Cuando uno lee “Una crítica del mundo sin punto de vista”, se tienta de hacer una lectura kantiana, como una broma que sumaría al malentendido que Moyano sella bajo el nombre de la comunidad,
o más bien, el comunismo del malentendido, que pertenece a todos y a nadie.

 

Si de ponerse los pantalones se trata, en la referencia a Marx, y por mi parte a Kant, que nos invita, o quizás un poco menos a las chicas, a ponerse los largos y salir del estado de minoridad, entonces en la boninada a la luz de Moyano se trataría de hacer que los pantalones caigan para que, como en un dibujo animado, los calzoncillos a lunares o corazones descompongan todo estado de mayoría de edad. En eso consiste también la inocencia, aquella que atribuimos a los niños, que desconocen los puntos de vista estratificados y mezclan lo que no debe ser mezclado. “Esta ausencia de mundo abre en Bonino algo absolutamente serio en su payasada: el problema de la falta de acción para un
sin mundo, una in-acción para vivir un in-mundo.” (p. 18). Lo inmundo, como la piedra heideggeriana, es la palabra-cuerpo, monstruo temible, aquel en el que la locura de la creación se hace visible como indiferencia de la palabra y la cosa, la palabra-cosa que como le sucedía a Artaud, toca el cuerpo, lo estremece pero también lo lastima. La comedia,
señala Moyano, sirve aquí para pensar el tránsito de la palabra-cuerpo a la muerte, pero vemos rápidamente que ese tránsito no construye ninguna comunidad ahuecada en torno a una muerte común, sino a la muerte como lo que cae junto con la palabra. Recurro a Paco Vidarte, una conferencia que dio en la Alianza Francesa, en unas jornadas dedicadas a Derrida, donde decía que

“Haciendo unas breves e inexpertas pesquisas etimológicas uno a veces descubre cosas que no dejan de sorprenderle. En este caso, lo que me espantó fue la vecindad justamente de dos términos que han sido cruciales en lo que he venido articulando hasta aquí: síntoma y acontecimiento. Síntoma viene del griego “sin-pípto”, que significa, “caer juntamente”, “coincidir”. Designa así algo tan simple como que dos cosas vengan a caer juntas, una al lado de la otra, dos cosas coinciden, y ello puede o no suceder “propiciamente” (sin salirnos de esta familia); también lo que cae hacia adelante, lo que se precipita sintomáticamente que viene a ser lo mismo que fortuitamente. De síntoma procede también el término “asíntota”, lo que se acerca mucho pero no coincide nunca. Y desecho, cadáver (ptóma), lo que cae. Y repetición.”

El trabajo con las raíces invierte el gesto erudito, aquel que encuentra en la raíz el sentido último y oculto. Las raíces boninianas, como bien narra Moyano, se convierten en el elemento desquiciante del lenguaje, zozobra de la cercanía monstruosa de los sentidos. Las raíces que no fructifican, que no se hacen mayores, se enredan, traman por debajo, pero sobre todo, facilitan la comunicación imposible, la que se da entre mundos, mineral, vegetal, inorgánico, orgánico, comunicación sin lenguaje, por membranas que pasan de un lado a otro. De ahí la diversión que este “artista-payaso” podía animar en un congreso de lingüistas. Las raíces son también el fundamento que un arquitecto no podía desconocer. Los arkai, hundidos para sostener, significan por lo que sostienen. La torre de babel, reencontrada aquí como chiste boniniano, encarnaría este mito arquitectónico de la construcción y del entendimiento. La dispersión de las lenguas como castigo no es sino indiferente para el arquitecto Bonino, que solo se ocupa del crecimiento horizontal de los cimientos y las raíces y habla ya esa lengua indeterminada del malentendimiento. Una puesta patas para arriba del mito babélico, exposición de las raíces pero tan larvarias aún que nada comunican. “La raíz como abismo” (p. 45). Moyano encuentra entre el Bonino de las primeras presentaciones y el último ya internado, un hilo común, una metafísica particular. “Un panteísta. Un dios impersonal o de personalidad-consciente que no es más que todos los elementos que componen la existencia, un dios hecho de todo lo que hay, o haciendo lo que hay, o percibiendo lo que hay, pero no antes, sino en cada micro-instantes: formas” (p. 60).

 

Deleuze admiraba los escritores que lograban hacer balbucear a la lengua, aquellos que hacían de la literatura el espacio de una expresividad del lenguaje que nada tenía que ver con las aventuras del significado y el significante, sino más bien con aquella otra de la resistencia en el lenguaje, resistencia que se desdibuja sobre el grito, el gemido, la risa. Es seguramente a través de Levi que Deleuze articula esta concepción de la literatura, la literatura debe hablar por los que no pueden hablar, pero ese hablar no significa decir lo que no pueden decir, sino simplemente prestar la voz para lo que no puede comunicarse. Moyano relee el caso de Hurbinek, a través de Levi, como boninada. Broma última, resto último de un gesto de voz, ni animal ni humana, inhumana. La voz inhumana que es gesto absoluto. La política de Bonino, como señala Moyano, radica en su raíz cómica, aquella que trastoca destino por libertad, rompe así el anudamiento política-tragedia. Lo necesario se trastoca en contingente, la risa libera.


La crítica del mundo sin punto de vista implica necesariamente una política de la inocencia, de la inocencia del mundo y de las palabras, de todo lo que yace, uno junto a otro. La comedia entonces es el tránsito de la palabra-cuerpo a la muerte, pero donde la muerte se burla del destino, se convierte en pura contingencia, la libertad de una caída.

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