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Figuras, palabras y piedras

 
Gabriela Milone*

*Dra en Letras (UNCórdoba), docente e investigadora de Conicet. Ha publicado Luz de labio. Ensayos de habla poética (Editorial Portaculturas, Cba, 2015). Actualmente, investiga en “Figuras del habla poética. Aproximaciones a la poesía argentina contemporánea”, en la búsqueda por conformar un panorama estético-filosófico de producciones poéticas argentinas, postulando figuras que reconstruyan las relaciones entre el habla y la escritura en la materialidad del lenguaje.

Los hombres tienen un corazón de piedra.

Desgraciados como las piedras.

Mudos como las piedras.

Las piedras no son ni historiales ni históricas.

Guijarros y  cantos trabajados por el río del tiempo.

Escombros de una orilla otra.

Pequeñas piedras sin forma definitiva.

El viento las erosiona. La corriente las desplaza.

Pequeñas formas sin ninguna aspereza en donde

extrañas vetas brillan intensamente, sin cesar.

Pequeños signos completamente ininterpretables.

Tanto el tamaño del acantilado como la arena

amenazan los restos de sus diseños.

Ni los hombres, si las guerras, ni el lenguaje ni el olvido

 tallan ni pulen las piedras como lo hace el tiempo.

El hombre gusta del tiempo recogiendo piedras.

 

Pascal Quignard, “Las piedras”

 

 

Así como Bataille decía que hablaba del erotismo tal como lo hace el teólogo de lo sagrado, inmerso en su materia, acaso así también Caillois buscaba hablar de las piedras: “hablo de piedras que no interesan a la arqueología, ni al artista, ni al diamantista (…) sólo dan testimonio de sí mismas”  (2011: 25). “Hablo de piedras”, repetirá anafóricamente Caillois. Y surge entonces la pregunta: ¿qué hay de esa relación entre el hablar y las piedras; o digamos, oblicuamente, entre el lenguaje y la materia? Ya Heidegger marcaba  la imposibilidad de la interpretación de la piedra, de “trasponernos en piedra” (2007: 251). Aquí hay una “piedra en el camino”, un obstáculo (dirá Derrida, leyendo a Heidegger). Entonces ¿cómo Caillois habla de las piedras, y más aún, cómo lo haremos nosotros? La noción de figura, creemos, posibilita pensar esta relación entre materia y lenguaje, ya que en la misma materialidad de la palabra “figura” se halla la impronta, el trazo, las huellas materiales de modelar, amasar, dar forma por la raíz fig, derivado de fingere, modelar; pero también “inventar”, fingir, ficción).

La figura expone un movimiento permanente que exhibe una tensión entre la variación y la invención propias de las figuras y su fijación y/o codificación (especialmente en el uso que la noción tiene en la retórica). La importancia material, incluso táctil, de la figura –en su sentido básico de forma plástica exterior (Auberbach, 1998)– remite a un hacer manual que traza y modela la materia: la figura daría cuenta de un trazo inscripto manualmente en la materia; en un movimiento que, con  Lyotard (1979), buscamos localizar en el espesor, la densidad  y el peso del lenguaje en tanto espacio. Nos acercamos, aunque precipitadamente, a una posible relación entre “hablar de piedras” y “pensar por figuras” (como proponían Deleuze y Guattari en Qué es la filosofía), en la medida en que lo figurable y lo pensable serían coalescentes: crecen juntos (para Malabou, leyendo a Lyotard, 2011: 71). Esta coalescencia se detiene en la manifestación espacial de lenguaje, “en medio de las palabras” donde ya estamos, como afirma Lyotard (1979: 15). En ese espesor inagotable del lenguaje, una figura se expone desplegando su plasticidad, rasgo clave que “designa todo aquello que se relaciona con la emergencia de su forma” (Malabou, 2010: 85); dando cuenta de la materialidad en la que fluctúa la tensión entre dar y recibir forma, entre el movimiento y la fijación, entre la metamorfosis y la codificación.

Este movimiento de las figuras será expuesto con énfasis en el trabajo que realiza Barthes, para quien la figura será un operador crítico de lectura que procede de un acto preciso: el reconocimiento en la lectura de insistencias, obstinaciones, recursividades, retazos materiales donde el lenguaje muestra una coreografía (en este sentido, la figura para Barthes es menos retórica que gimnástica: gesto de un cuerpo en tensión, en acción). Barthes aclara que las figuras no son objetos, sino que son extraños seres verbales que responden al acto concreto de leer en un movimiento de acomodación (curvatura del cristalino) donde la fuerza material y plástica de la figura se expone en un pliegue singular de lenguaje. Sólo hay figuras en la recurrencia (dejá-vù), en el reconocimiento de esos fragmentos que de lo leído/escuchado hacen chispas en el lector/oyente. Las figuras serán pues para Barthes (2011: 255): “Un trazo fino, singular, fútil, pueril, una bocanada de Imaginario, un rubor que toma forma, como una burbuja de lenguaje, una filacteria”. Así, en las figuras acontece un trazo material (de lenguaje) en el moldeado o el curvado de la materia (del lenguaje).

En nuestra lectura, la piedra se modela como figura, dado que aparece como ese trozo de lenguaje en insistencia. Acomodamos nuestro cristalino ante una materia en variación continua (hay miles de piedras) pero cuya característica sobresaliente, entre otras, es la fijeza. Así, en la ambigüedad que las figuras exponen, nos enfrentamos a una lectura de insistencias donde la materia de la piedra está situada en la materia de la escritura, lo cual nos conduce a un tipo singular de materialismo del que podemos acaso distinguir algunos rasgos. Por caso, la relación con el lenguaje (“la piedra no tiene léxico” dice Caillois (2011: 124)),  pero se escribe en/con la piedra; incluso, podría recordarse también aquí aquella idea de Breton (1989: 144) de que “las piedras -por excelencia las piedras duras- continúan hablando a los que quieren oírlas”); la relación con el tiempo (se sustrae al devenir pero el tiempo la erosiona); con el espacio (se halla tanto en la profundidad cuanto al ras); con la extensión (su inmovilidad coincide con su concentración).

Corazón de piedra será una de las flexiones (bíblica, presente en Ezequiel 36: 26) que insiste en esta figura: para Nancy (2002) “el corazón de la piedra consiste en exponer la piedra a los elementos: pedrusco sobre un camino, en un torrente, bajo la tierra, en la fusión del magma”. En ese corazón no hay latido ni lenguaje: es la simple dureza que se ex-cribe en la piedra. Caillois dirá: “en el corazón de la piedra reside el dibujo espléndido que proclama y que como la forma de las nubes, como el perfil cambiante de las llamas y las cascadas, no representan nada” (2011: 119).   Así, puede apreciarse cómo la figura de la piedra nos sitúa en la encrucijada con el lenguaje, o mejor: con lo decible y lo interpretable. La piedra nos arroja a la intemperie no de la mudez sino de la tautología. Ante la imposibilidad de interpretar esos signos, quizá este materialismo nos conduzca a apilar estas escrituras, a poner piedras sobre piedras en el diseño singular y coreográfico que se hace en y por las insistencias.  

Proponemos recorrer brevemente estas insistencias de la figura de la piedra en dos escrituras particulares: nos referimos a las indagaciones de Roger Caillois y a las de Francis Ponge. En ambos recorridos se observa la continua tensión entre resistencia e impasibilidad, entre variación y fijación de la piedra. Ante esta tensión, ambos despliegan su potencia de escrituras que, para Caillois, implica una búsqueda de entrar en las piedras dejando que la imaginación prolongue la materia. Se trata de una imaginación justa (1979: 9): la puesta en imágenes debe corresponderse con un sustrato de ecos materiales. No obstante, Caillois declara haber incurrido en “una mezcla detestable de historia y fantasía. Pero mis prevaricaciones, me parece, no tienen importancia decisiva. Lo esencial es la lógica inevitable de las cosas” (2011: 108). Se trata, pues, de mirar la piedra, de dejarse ir, de no analizar sino de analogar, de desplegar analogías en esos “dibujos sin mensaje”, sin (o aún sin) alfabeto; de no desanudar sino de “desarrollar de nuevo unos signos frecuentes y replegados sobre sí hasta el punto de no ser más que alusiones a su propia forma” (2011: 140). Una grafía antes del alfabeto y una heráldica anterior al blasón: así, estas investigaciones líricas (que Yourcenar sostiene que siguen la fórmula de Rimbaud: “dar forma a unos delirios”) expondrían un “antropomorfismo a contracorriente” (Youcernar) en el que el hombre, lejos de prestar sus atributos y/o emociones a las cosas, participa de y en ellas. Aquí, se puede ver aparecer la compleja teoría del mimetismo de Caillois, de la fusión y pérdida de sí, que en el hombre se daría por medio de la imaginación (la cual, según el autor, reemplaza al instinto): “como si me volviera un poco de la naturaleza de las piedras”; permitiendo que la naturaleza pase por el hombre no para que finja volver a lo inerte sino para que enfrente nuevos retos (Cf. 2011: 109 y 123). A su manera, la imaginación borda la materia por participación y así bordea una especie inédita de mística que “no tendría nada de divino y sería todo materia y sólo materia” (2011: 109). Como la mística sin Dios que también proponía Bataille, esta mística de la materia, al sostener que la piedra se sustrae del devenir, cuya energía no es acumulada por trabajo ni para su conservación, en el puro gasto de un tiempo que no la alcanza (sugiriendo tal vez una tensión inédita: piedra vs. capital), hace su crítica a esa vida sin riesgos, sin derroche,  sin gastos, sin lujo, blanco de los estudios del Colegio de Sociología Sagrada que ambos pensadores (junto a Leiris) fundan (Cf. Aguilar, 2007). La tarea, pues, es la de la descripción de las piedras, llevada por el “demonio de la analogía” (expresión que tácitamente usa Caillois de Mallarmé), escrituras de un poeta, de “confidencias impersonales de una sombra escondida a sombras anónimas”.

Quien también se embarcará en una tarea similar de descripción será Francis Ponge, para quien no se trata de un despliegue de analogías sino de tautologías (preciso aquí es recordar el estudio de Rosset (1997: 42), El demonio de la tautología: “demonio de la identidad” en el sentido de hechizo o de círculo mágico: que todo lo que se puede decir sobre una cosa acabe por reducirse a la simple enunciación, o la re-enunciación, de esta misma cosa”). Para Ponge (fundamentalmente en “Tentativa oral”) se trata de una búsqueda por mirar el objeto (especialmente una piedra, porque está lleno de piedras en Ponge, como dice Derrida en Signéponge); mirar una piedra y describirla “sin énfasis” hasta que ésta se abra y muestre su precipicio material, el cual no nos hunde en la mudez sino que nos conduce a la salida del artificio humano del “yo”. Escribir un texto que tenga la misma densidad que una piedra, he ahí el objetivo de la descripción pongeana: que ese hecho de/con palabras imite la materia que mira, que mima. Sollers propone hablar de “materialismo semántico” en Ponge, materialismo donde las palabras y las cosas buscan tener la misma densidad material. Derrida advierte que se trata de un movimiento mimético (o una mimetología) de doble identificación: que produce una cosa devenida texto y un texto devenido cosa. Se trata menos de una mímesis que de un “mimar”, tal como las “Mimosas: se dice de las plantas que, cuando se las toca, se contraen. Las plantas imitadoras. Etim.: de mimus, porque al contraerse estas plantas parecen represen­tar las muecas de un mimo” (Ponge, 2001: 89). Este ejercicio de mimar, que no dispone de las cosas sino que deja que ellas nos perturben, supone para Ponge (2000: 90) la adopción de la “tercera persona”: “hasta hoy los objetos no han servido para nada sino para el hombre, como intermediario. Les decimos: “un corazón de piedra”. He ahí para qué sirve la piedra. “Un corazón de piedra” sirve para las relaciones de hombre a hombre, pero basta con ahondar un poco en la piedra para darse cuenta de que es algo más que dura (…) Si logramos ver en la piedra otras de sus cualidades al mismo tiempo que la dureza, salimos del artificio.” Así, salir del cuento de la dureza de la piedra nos conduce al abismo que se abre en la palabra “piedra”, cuya materia semántica tiene tanto espesor como la materia pétrea, palabra que –recordemos– tanto fascinó a Derrida, quien dice confiesa leer menos a Ponge que el nombre “Ponge”, esa signatura donde se signa y contrasigna “una piedra como superficie de inscripción y de borradura, he ahí el bloque mágico de quienquiera que sea Ponge”. Ponge, éponge, pierre ponce: piedra, piedra volcánica, piedra que pule, piedra esponjosa, piedra de aire, piedra que desafía a la piedra en la fijeza, en el peso, en la inmovilidad. Esta piedra es ligera: “liviana al punto de parecerse muy poco a una piedra” (Derrida, 1989: 109). Ponge emprende así, desde la mínima partícula gramatical, la fricción de las palabras y las cosas, palabras como cosas y cosas como palabras. “La materialidad de la escritura, y no un grafismo individual (manuscrito, autógrafo) sino un grafismo común (caligrafía, tipografía): esto nos hace amarla”, porque es necesario el amor a las palabras para el gozo de las cosas. Erótica de la materia en el lenguaje y viceversa.  El despliegue tautológico de la descripción sigue la búsqueda de un “consuelo materialista” que no supone la ingenuidad de creer que se pasa de un mundo (las palabras) a otro (las cosas), ni busca redención en una mística contemplativa; sino que, en la variedad de la acción, se mima la consistencia de un mundo en otro. Este materialismo semántico sostiene que las palabras son un mundo concreto, y se apoya en el diccionario como objeto que participa de ambos mundos (ya que es un objeto y, al mismo tiempo, son palabras), en las etimologías, las variaciones históricas, la genealogía de asociaciones de ideas, etc. Incluso Derrida habla de una “religión del Littré”, religión laica que confiesa compartir (2005: 15).  Así es como observamos que en estas escrituras la figura de la piedra da cuenta de su potencia y de su insistencia en la exposición de la materialidad en, del y con el lenguaje, en una figura donde palabras y piedras despliegan su coreografía.

 

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