Editorial
Editorial
Los hombres son seres que se curan, guardan de sí mismos, que generan, vivan donde vivan, un espacio parquizado en torno a sí mismos. En parques urbanos, parques nacionales, parques cantonales, parques ecológicos, en todos lados deben los hombres formarse una opinión sobre cómo debe ser regulada su conducta consigo mismos.
Peter Sloterdijk, Reglas para el parque humano
La objetividad no es ni un estado del mundo ni un estado mental, es el resultado de una vida pública bien llevada.
Bruno Latour, Cómo no (des)animar la naturaleza
Esta noche distinguí en la cocina
el canto rodado negro. Era
un pequeño animal que se abrazaba fuertemente a sí mismo
o se devoraba hacia dentro
en su apretada intimidad.
No era la piedra dura que golpea el lomo del cuchillo
y destaza
los animales de la comida.
Yo la oí llorar y era blandita.
José Watanabe, Piedra de cocina (fragmento)
Queremos presentar este segundo número de los Cuadernos Materialistas como una nueva serie de contribuciones a las posthumanidades materialistas por venir. Posthumanidades que se alejan del gesto “inclusivo” que amplía la cantera de estudios de las humanidades hacia márgenes “impensados” en un proceso de homologación de los hasta ahora excluidos con el sujeto varón, blanco, burgués, heterosexual, europeo; posthumanidades que se desinscriben del gesto idealista de todo vaticinio postbiológico y desencarnado de lo humano, demasiado humano.
El materialismo posthumano, como parergon y como prisma a través del cual pensar de otros modos el entramado de lo existente, parte de un cuestionamiento a la teleología antropocentrada (y decir antropo es decir siempre andro) y a la operación idealista (que Nietzsche nos enseñó a llamar racional) que le sirve de coartada: la separación binaria que articula lo que hay en torno a un privilegio de lo inmaterial, puro, verdadero, eterno. Sin horror por las dimensiones materiales singulares y colectivas [las chicas sabrán de qué hablamos], el materialismo posthumano, entonces, se detiene en las lógicas sensibles y afectivas de la mezcla entre especies y reinos en la que todos los entes están inmersos, y se atreve a imaginar un pensamiento no exclusivamente humano. Un pensamiento planta o piedra, tal como nos muestra Gabriela Milone en el artículo que aquí publicamos, en torno al corazón lítico como potencia de escritura. El lenguaje se abandona más acá de toda comunicabilidad y su disponibilidad es la de la piedra que se arroja y la palabra que se toma, como bien recuerda en su artículo Ignacio Moyano.
El materialismo que viene (que viene después y que está siempre por venir pero que llegó hace rato) no puede permitirse la arrogancia de la dialéctica superadora, ninguna luz al final del túnel nos espera cuando Gaia termine su irrupción. Es, en algún sentido, un materialismo posthistórico, pero no porque la historia haya terminado, no porque el espíritu se haya desplegado finalmente, sino porque prescinde de la pereza del finalismo y en consecuencia muestra que en el proceso jerárquico antropogenético los hombres luchan por su reconocimiento mientras son los seres no humanos los que trabajan. No es ciertamente la lucha por el re-conocimiento de lo humano aquello que lo mueve, sino la exigencia de la monstruosidad de lo existente (interpenetrable, lábil) y la potencia de hacer, imaginar, sentir y pensar otros modos para su organización. Un materialismo póstumo, anacrónico e intempestivo a la vez, como todo lo contemporáneo.
Hay que enfrentar el dominio capitalista que hizo posible el modernismo estético con algo más que un anticapitalismo gestual. En este sentido, el lugar de Latinoamérica (incluso de su Academia) es estratégico pues nunca tuvo una posición hegemónica, no hay ningún flash-back que permita la (re)orientación: somos, obligadamente, post-coloniales (en nuestros cuerpos, en nuestras sangres, ideas y costumbres impuras). Es, quizás, lo que nos salva del multiculturalismo (esa diversidad humana que tiene por trasfondo una materialidad inerte que nos alberga a todos ‒cuyos secretos, ¡oh casualidad!, ha descubierto científicamente el criterioso hombre blanco moderno). El perspectivismo que heredamos es el de naturalezas heterogéneas, ese que sospecha de la diversidad que proviene sólo del hombre y que se maravilla por la resistencia de la materia a dejarse objetivar como mero “entorno” utilizable (naturaleza emancipada dirá Nietzsche, el loco científico jovial). Queremos una materia que no esté disponible para el usufructo desarrollista. Un materialismo no aliado con el capital requiere de una lectura a contrapelo del uso “científico” de la materia y de su destino. Rafael McNamara siembra pistas en este sentido con su lectura de Diferencia y repetición. La termodinámica es llevada aquí a la distorsión intensiva que trastoca sus propias reglas (de mercado).
M. Marder despliega una etimología de la que deriva una ontología (paródica): physis-phyo-phyton. A través de ello, se aboca a la dispersión o la implosión de todo centro en la medida en que lo que hay, lo que crece y lo vegetal son colectivas cuya potencia radica en la divergencia y en la capacidad de exceder cualquier previsión. El posthumanismo, siguiendo esta vocación, se halla necesariamente alejado del transhumanismo new age que intensifica todos los dualismos y que busca la perpetración definitiva de la especie humana a través del perfeccionamiento prostético ‒en un gesto que borra las líneas de demarcación entre lo orgánico y lo inorgánico sólo para transformar esto último en materia pasiva al servicio de la tiranía humana. Sólo amamos al replicante en fuga que sueña con ovejas eléctricas, no al que anhela ser prótesis de una humanidad/superioridad que nos atribuye.
El posthumanismo se rebela, entonces, a través de la ecocrítica: impugnando la operación que transforma todo en “recurso” natural, animal, mineral o humano, revela que el dispositivo humanista tiene como principal tarea garantizar la producción y la reproducción de la forma de existencia capitalista. El sistema de disposición y distribución de lo que existe está sostenido en una política que se hace cargo de la administración no sólo de la vida biológica de los individuos humanos ‒generando incesantemente una separación y una teleología entre la zoé y el bios‒ sino también de los demás vivientes y de toda la materia (hyle) ‒produciendo un “idealismo de la materia” que le proscribe toda agencia, la concibe como recurso inerte y la transforma en capital acumulable. Nada de esto es, obviamente, el “orden natural” de las cosas cuyos excesos sistémicos puedan paliarse con algún onegeísmo “realista” siempre subsidiario de la lógica empresarial de los “emprendimientos sustentables” y nunca dispuesto a revisar los fundamentos imposibles sobre los que se sostiene el necesario ecodesastre.
El capitalismo tiene que dejar de ser el gestor de su propia oposición (como dice Fisher). No queremos discutir con él las “soluciones” de preservación y sustentabilidad, queremos participar en la disputa por los modos de formulación del “problema” (como dice Stengers). Responder a la fantasmagoría del progreso continuo con otros modos de pensar los procesos materiales. El materialismo posthumano que perseguimos busca desvincular la emancipación del progreso y de toda idea de conquista épica característica de la narratividad viril del dominio de la naturaleza. Lxs humanxs oprimidxs del mundo resignifican así, 65 años después, aquel “unidos o dominados”: la estrategia corporativa de la especie humana no ha funcionado y la clave parece residir ahora en las alianzas interreinos que podamos tramar.