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TRADUCCIÓN

Versión de Noelia Billi y Guadalupe Lucero

La estética de los ritmos

Henri Maldiney*

* (1912-2013) Filósofo francés, fenomenólogo, sus textos sobre arte han tenido una amplia influencia en la filosofía francesa contemporánea, especialmente en la consideración deleuziana de la obra de arte.

El texto que aquí presentamos fue publicado en Regard, parole, espace  (1973)

El destino del arte y el nacimiento del ritmo

 

El filósofo es un perturbador. He allí su rasgo común con el artista, si es cierto, como dice G. Braque, que el arte fue hecho para perturbar y que la ciencia tranquiliza. Perturba la buena consciencia, incluso y sobre todo científica. Pero empieza por sacudir la propia. Desde este punto de vista la estética es ejemplar. Su primera pregunta pone en juego tanto su propia existencia como la de su objeto. La pregunta es ¿puede el arte morir? El arte ¿debe morir? –”Está muerto” responde Hegel. Esta constatación del deceso se presta a la ironía. Data de hace un siglo y medio, durante el cual el arte tuvo –y tiene todavía- una supervivencia suficientemente bella. ¡Pero que la multitud de artistas no se haga ilusiones! Schiller nos previene contra ello: “[entre ellos] hay muchos buenos e inteligentes; pero todos cuentan por uno solo, ya que están gobernados por el concepto. Triste es el imperio del concepto: con mil formas cambiantes no hace sino una, indigente, vacía!” (Tabulae Votivae cit. en Hegel 1953).

Hegel es el filósofo del concepto, pero el concepto hegeliano no es una idea fija; y los versos que cita de Schiller toman entonces otro sentido, todavía más grave para el arte. El concepto es el sentido que gobierna todo a través de todo. No es un sentido ya hecho que espera ser develado, sino un sentido que se efectúa él mismo en la historia del mundo y que, produciéndose en ella, produce allí la luz que lo iluminará. El arte supo ser esa luz en la que el espíritu se conocía a sí mismo como espíritu. Fue lo más vivaz de la vida. Pero el arte sólo vive del espíritu mientras el espíritu vive del arte. Luego el espíritu superó esa forma de sí mismo, dejó de constituirse y comunicarse bajo una forma sensible en las obras de arte. Desde entonces tuvo que realizarse y expresarse en las conductas  y las situaciones humanas que son su existencia efectiva, y conocerse en ellas como sujeto y objeto de su mundo. El rol del arte es únicamente ordenar el decorado de la vida, una vida cuyo sentido se decide fuera de él. La estética debe ceder su lugar a la ética.

Casi al mismo tiempo que Hegel, su amigo de juventud, el del pacto de Tubinga, Hölderlin, sostenía un lenguaje contrario:

“Lo que perdura, lo fundan los poetas” (“Andenken” comentado en Heidegger, 1962: 99-194).

La estética es también una ética. Ethos en griego no quiere decir solamente manera de ser sino permanencia. El arte suministra al hombre una permanencia, es decir un espacio donde tenemos lugar, un tiempo donde estamos presentes –y desde ellos,  agenciando nuestra presencia en el todo, nos comunicamos con las cosas, los seres y nosotros mismos en un mundo, eso que llamamos habitar.

“Poéticamente el hombre habita…” (Hölderlin, “En bleu adorable…”). ¿Y cuál es esa permanencia? Hölderlin lo dice en las tres primeras palabras de un poema:

 

Komm! ins Offene!

[¡Ven! ¡en lo Abierto!]

 

Para cuántos esa palabra: Abierto está cerrada, es indiferente o letra muerta, porque justamente es voz viva y la vida no es para ellos más que una falta de ortografía en el texto de la muerte, en el contexto de las configuraciones objetivas, en las que el hombre se tematiza y deviene un objeto –y no un existente. De poeta en poeta, de existente en existente, lo Abierto de Hölderlin tiene su resurgimiento en R. M. Rilke en la octava Elegía de Duino:

 

Ven con todos sus ojos las criaturas

lo Abierto. Sin embargo, nuestros ojos

están como al revés y colocados

alrededor de se salida libre

como trampas. [...]

Los hombres nunca, ni siquiera un día,

ante sí tienen el espacio puro

donde la flor al infinito se abre.

Siempre está el mundo alrededor. Y nunca

lo que en ninguna parte y sin estorbo;

lo puro, sin control, que se respira

y se sabe infinito y no se ansía.

[...]

¿Qué es el Destino? No más que eso: siempre

estar delante y nada más, delante

 

Solo escapa al estar-delante y al destino aquel que no comienza poniendo el mundo en perspectiva, y que no hace de su presencia un objeto, para exhibirla en el escaparate o encuadrarla por medio de una representación.  El artista es ese hombre. En el origen no es en absoluto distinto de usted, ya que “como usted, dice Paul Klee, fue arrojado en un mundo donde debe orientarse mal que bien” (Klee, 1924); se diferencia, sin embargo, en que busca una salida en ese mismo origen, a la que accede poniéndola en obra, pero con una condición: que su obra en sí misma esté en un estado de origen perpetuo.

De cualquier modo, el primer momento es, como indica Klee, el de estar perdido. El estar-perdido es la situación del hombre en el espacio del paisaje, primera forma del “Ninguna parte sin no”. El espacio del paisaje debe su significación  precisa y su estatuto psicológico y existencial al análisis que Erwin Straus realizó sobre ello un estudio acerca de las formas de lo espacial publicado en el “Nervenartz” en 1930 (Straus, 1930). El espacio del paisaje o el paisaje (ya que en él el espacio y el mundo son uno) comienza antes de la pintura de paisaje que lo revelará. Plenitud envolvente del medio de la cual estamos aquí, es la espacialidad primordial que no implica ningún sistema de referencia, ni coordenadas ni punto origen. En el paisaje, estamos investidos por un horizonte que se vincula cada vez con nuestro aquí. Ahora bien, la relación aquí-horizonte excluye toda sistematización del espacio que nos brindaría referencias. Cuando caminamos en el espacio del paisaje estamos siempre en el origen, en el aquí absoluto. Ninguna vista dominante, ninguna regla de transformación, nos permite determinar los emplazamientos entre sí en un conjunto orientado. La idea de progresión no tiene ningún sentido en el paisaje. No nos desplazamos a través de él, sino que andamos en él de aquí a aquí, envuelto por el horizonte que, como el aquí, continuamente se transforma a sí mismo. En este encaminarse de aquí-ahora en aquí-ahora, no solo caminamos sin objetivo, sino que nuestra marcha se libera de los esquemas motores mínimos que dan a nuestra vida, a través del flujo temporal, el aspecto de una historia, y ella se integra en el espacio, sin cuidar ninguna orientación o medida preliminar dada en el espacio geográfico. Entre el espacio del paisaje y el espacio geográfico, está toda la diferencia entre el camino y la ruta. Pero solo camina en pleno paisaje el verdadero caminante abierto a la extensión que se abre ante él, y que anda, donde sea, por el mundo entero. Mi relación con el paisaje es circular. Me envuelve bajo un horizonte determinado por mi aquí; y yo no estoy aquí más que a lo largo del espacio bajo el horizonte respecto del cual estoy presente a todo, y por todas partes fuera de mí. “Es imposible, escribe Straus, que el espacio geográfico se despliegue alguna vez a partir del paisaje en el que estamos despistados (fuera de toda ruta posible), y donde en tanto que hombres estamos perdidos.” (Straus, 1935: 336).

Que esa perdición es el primer momento del arte, nadie lo ha dicho mejor que Cézanne:

 

En ese momento no soy sino uno con mi cuadro. (=No el cuadro pintado sino el mundo por pintar) Estamos en un caos irisado. Estoy ante mi motivo, me pierdo en él… Germinamos. Me parece, cuando la noche desciende, que no pintaré y que jamás pinté. (Gasquet, 1926: 136)

 

Ninguna distancia entre el mundo y el hombre, entre esa lluvia cósmica donde Cézanne “respira la virginidad del mundo” y “ese amanecer de nosotros mismos ante la nada” que no puede albergar las “manos errantes de la naturaleza”. Pero en un segundo momento, Cézanne se encuentra, gracias al dibujo, con la “geometría obstinada”, “medida de la tierra”.

 

“[…] lentamente las placas geológicas se me aparecen […]. Todo cae con aplomo […] Comienzo a separarme del paisaje, a verlo”. (Gasquet, 1926: 136)

 

Luego es la “catástrofe”. Todo el equilibrio se derrumba en la irreprimible irrupción del espacio. “Las tierras rojas salen de un abismo”. “Veo. Por manchas. La placa geológica […] el mundo del dibujo se derrumbó como en una catástrofe. Un cataclismo se lo llevó.” (Gasquet, 1926: 136)

 

“Abismo” dice Cézanne. Paul Klee dice: “Caos”. El abismo es lo abierto del caos, que es apertura. La primera respuesta al abismo es el vértigo. En el vértigo somos presa de todo el espacio, él mismo abismado en sí mismo en una fuga universal en torno de nosotros y en nosotros. El vértigo es una inversión y una contaminación de lo cercano y lo lejano. Para el hombre presa del vértigo en un precipicio, el arriba, costado protector y próximo, se endereza hasta volverse inclinado y vibra con un movimiento de expulsión sin fin, mientras que el abajo en primer lugar se cruza incluso con una lejanía cada vez más profunda y que comienza bajo los pies. El cielo bascula con la tierra en un remolino sin prisa. Ni el hombre es el centro, ni el espacio el lugar. No hay allí. El vértigo es el automovimiento del caos. En una de sus lecciones básicas en la Bauhaus, Paul Klee llama al caos un “no-concepto” (Klee, 1964: 3). No está equilibrado con nada, “resta eternamente sin peso ni medida”. “Siendo nada o nada siendo”, ignorando el principio de las contradicciones, “su símbolo gráfico es el punto que no es propiamente un punto: el punto matemático. Su símbolo sensible es el gris.” El caos es el punto gris que no es ni blanco ni negro, ni caliente ni frío, ni alto ni bajo, “punto no dimensional, perdido entre las dimensiones”. Hegel lo llama la noche del concepto y le agrega esta cosa extraña: que el concepto es, en su noche, “el secreto creador de su nacimiento” (Hegel, 1951: 528). Paul Klee dice lo mismo con otro lenguaje, que el mundo nace del punto gris por el propio caos. “El momento cosmogenético está ahí: la fijación de un punto gris en el caos.” Así el mismo punto que representa el caos está en el origen del mundo. ¿Dónde está la diferencia? Klee la formula así: “Un punto en el caos: el punto gris establecido salta sobre sí mismo hacia el campo donde crea el orden… Desde él irradia el orden, así desvelado, en todas las dimensiones” (Klee, 1964: 4). Entre ese haz enmarañado de líneas aberrantes donde la mirada está sin asidero, a través del cual Paul Klee ilustra el caos (Klee, 1964: 2), y la propagación del espacio a partir de un origen instaurado en un salto, no hay otra cosa que Ritmo. Es a través de él que se opera el pasaje del caos al orden. “En el comienzo era el ritmo” dice Hans von Bülow. El Ritmo es la segunda respuesta al abismo.

En el Ritmo, lo Abierto no es apertura sino patencia.  El movimiento no es ya de hundimiento  sino de emergencia. Tres veces en la historia de la pintura, el espacio del paisaje ha llegado a su desvelamiento en lo Abierto: una vez en China con el paisaje “Montaña(s) y agua(s)” de los Song, otra vez en el siglo XVII con los más grandes paisajistas holandeses, una vez más en la tonalidad impresionista con los paisajes de Cézanne, de Van Gogh y de Seurat, las tres veces por el ritmo ¿salido de qué abismo? La experiencia puede responder.

He aquí un hombre parado en un pólder de Holanda. ¿Qué es de él si se pone a prueba en su entorno? –Un hombre desbordado por el espacio que, por doquier, lo envuelve y lo atraviesa, que lo asedia con toda su presencia; perdido entre la inmensidad descubierta del cielo y la extensión irradiante de la tierra a lo largo de sus pasos. Que intente acoger y recoger aquí, en su conciencia de sí o en una palabra significante, el espacio omnipresente en cuya amplitud él tiene lugar. O que intente sencillamente expresar con un gesto o un grito la vivencia de la hipoteca que las lejanías del paisaje ejecutan sobre su presencia próxima; que intente en síntesis compararse con el espacio donde él existe, y enfrentará su impotencia, se enfrentará a sí mismo como presencia fracasada: el espacio es incomparable.

Ahora bien, véase en el museo de Amsterdam el Paisaje de pólder de Jan Van Goyen. Allí, el fracaso es superado, la trascendencia sorprendida. El mundo –”Tierra y Cielo”, como en China “Montaña(s) y agua(s)”- comunica consigo en lo abierto aquí convocado –y allí estamos. Así como los pintores chinos hablan de la triple perspectiva de las montañas: de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, y en el alejamiento, podemos aquí hablar de una triple perspectiva, es decir de tres éxtasis del espacio: extensión, alejamiento y altura, unidas en una única apertura del espacio en la unidad de un mismo ritmo. Tierra y cielo se constituyen allí en su fibra espacial por un tejido de transparencias y opacidades, salidas de encuentros discontinuos de un gris coloreado, con el doble valor de cálido y frío, y con un matiz de fondo –encuentros articulados en un mismo ritmo sobre la base de dos gamas cromáticas, una cálida y otra fría, se recortan sin cesar sobre la base continua de un púrpura renaciente. Para eso, hace falta igualar a través de una simple mirada los dos lugares desiguales igualmente inigualables: el espacio del mundo y aquel de la mínima sensación. Por un lado, arrojados al mundo en una situación obsidional donde, sin embargo, tenemos un compromiso ligado al asedio, existimos en el peligro del espacio (y del tiempo) como San-Miguel-en-el-peligro-del-mar. Surgido del mundo entero en la surrección vertical  de su cuerpo, punto de exclamación dirigido al medio de las cosas en la sorpresa del “hay” [il y a] y de ser ahí [d’y´être], el hombre busca protegerse a partir de sus lejanos extremos.  Por otro lado, el acontecimiento de una sensación en la proximidad es advenimiento del fondo total del mundo, como cuando en una vuelta por la calle, un rostro, una voz, un baño de sol sobre una pared o la corriente del río, desgarran de un golpe la película de nuestro film cotidiano, nos dan la sorpresa de ser y de ser ahí. Lo Real es eso que no esperamos –y que siempre, sin embargo, está ya siempre ahí. Por medio de una sensación cuya apariencia no está cortocircuitada por el aparecer se realiza la Urdoxa, la creencia originaria en lo Real: “Hay [il y a] y ahí estoy [ j’y suis]”.

Así en los dos extremos de la experiencia, el espacio (como el tiempo) solo es mi morada porque obliga a existir. ¿Cómo dar lugar a esa superación que es la existencia, en una obra donde ella mora totalmente, donde nuestra inigualable presencia tiene su permanencia? ¿Cómo igualar lo inigualable? El arte nace de esta coerción de lo imposible. Y el ritmo es la verdad de esa comunicación primera con el mundo, en la que consiste esencialmente la  de donde la estética toma su nombre, la sensación en la que el sentir se articula con el moverse. R. M. Rilke no dice otra cosa cuando en el Soneto a Orfeo comienza con ¡Atmen! (=Respirar).

 

¡Respirar! ¡Oh, invisible poema!

Cambio puro y continuo de nuestro

propio ser y el espacio del mundo. Equilibrio

donde rítmicamente acaezco.

 

Única ola cuyo

mar progresivo soy

 

Así desaparece el estar-delante. El ritmo deja a lo Abierto ser. Si el arte no debe todo al Concepto, debe todo al ritmo. Ahí se separan la lógica y la estética. Y confundirlas en una doctrina del arte, es de una ignorancia tan grave como confundir –cuando se caza a Moby Dick- la cabeza de un cachalote con la de una ballena blanca, colgados a la vista de todos por Melville en los dos flancos del “Pequod”.

 

[1]. El término es esthétique  en ambas proposiciones, ya que no tiene distinción genérica visible en francés. [N. de T.]

[2]. Esta afirmación es paradojal, incluso incomprensible si nos obstinamos en confundir de cerca o de lejos el ritmo y la cadencia.

[3]. “Ante aquel que está ahí presente, se elevan y se sostienen guardianes despiertos de los vivos y los muertos” (Heráclito) Así surgen esas formas guardianas del ser que Baudelaire nombró en Los Faros. Pero la presencia del espectador está ella misma condicionada por las formas en acto de la obra. Hay ahí un ciclo de la obra y del testigo.

[4]. Expresión de A. Riegl para designar la ley de las estructuras tectónicas, regulares como los planos de los cristales naturales. También el arte de las pirámides y otras formas del arte sacro egipcio.

[5]. La extrema tensión entre las tentativas teóricas de K. Stockhausen y de P. Boulez dan cuenta de la proximidad inabordable en la que se encuentran respecto del espacio y el tiempo rítmicos. Pierre Boulez intenta constituir un análogo del tiempo de la presencia, variando las texturas del tiempo objetivo, en tanto pone –no por fuera sino simultáneamente- “el acento sobre la variabilidad del espacio” (Boulez, 1963: 95). Da, a propósito del espacio, una notable definición del continuum: “No se trata del trayecto continuo “efectuado” de un punto a otro del espacio (trayecto sucesivo o suma instantánea). El continuum se manifiesta por la posibilidad de cortar el espacio siguiendo ciertas leyes; la dialéctica entre continuo y discontinuo pasa entonces por la noción de corte; incluso diría que el continuum es esa posibilidad misma”. Esta última frase es cierta, pero en otro contexto, no ya objetivo sino existencial. La noción matemática de corte no equivale a la de momento crítico. Lo continuo no es la posibilidad activa de su propio corte  más que si es espacio o tiempo de presencia. Solo la presencia en tanto que poder ser –y que poder ser de otro modo hasta en su identidad– es su propia posibilidad. La oposición del tiempo amorfo y del tiempo pulsado, del tiempo liso y del tiempo estriado es también instituida en lo objetivo. Si el tiempo amorfo tiene su destino en la estadística de los acontecimientos, estos no son encuentros críticos o decisivos, ya que estos encuentros deberían diferir de parte a parte, como un presente de otro presente. No podría haber común medida entre instantes críticos. Sólo el ritmo en su génesis los pone en comunicación. Boulez llega a esta observación capital: “[…] en el tiempo liso se ocupa el tiempo sin medir; en el tiempo estriado, medimos el tiempo para ocuparlo. Las dos relaciones me parecen primordiales en la evaluación teórica y práctica de las estructuras temporales; son las leyes fundamentales del tiempo en música” (p.102-108). Nada hay más legítimo que, para explicitar una “técnica musical”, el músico proyecte la experiencia musical en el espacio y el tiempo representados. Pero que no pretenda volver desde esa proyección hacia la existencia. El postulado es aquí que “se ocupa el tiempo”. En otras palabras, el hombre y su mundo están en el tiempo. Ahora bien la génesis de las formas y el ritmo exigen lo contrario: que el tiempo esté implicado en cada evento-advenimiento musical; que la música sea génesis del presente que es tiempo de presencia inevitable para cualquier tiempo del universo. Pero los teóricos del ritmo lo identifican con sus elementos fundadores.

[6]. La expresión tourner ronde significa en realidad “marchar bien”. Elegimos aquí “circular” pensando en el sentido que el término adquiere en español cuando por ejemplo la policía ordena circular, es decir, no detenerse. Elegimos este término para no perder todo el juego de palabras con la ronda y el círculo implícito en tourner ronde. [N. de T.]

[7]. Sucede, como dice Proust (A la sombra de las muchachas en flor) “que un escritor utiliza en una novela, bajo el pretexto de que son verdaderas, “palabras”, personajes que, en el conjunto viviente, hacen por el contrario peso muerto, la parte mediocre”.

[8]. Li: medida china equivalente a 500m. [N. de T.]

[9]. “A través nuestro otros hombres la naturaleza está más en profundidad que en la superficie” (Cézanne)

De la forma al ritmo

 

Sólo hay estética del ritmo.

Sólo hay ritmo estético.

Estas dos proposiciones no son una el reverso de la otra. Ya que la palabra estética[1] no tiene el mismo sentido en ambas.

En la segunda, donde se toma en el sentido más amplio y primitivo, estética se refiere al griego  (=sensación) y comprende todo el campo de la receptividad sensible. Decir que todo ritmo es estético es decir que la experiencia del ritmo –en la que lo encontramos ahí y como él “tiene lugar”- pertenece al orden del sentir (y de la comunicación del sentir). Pero una estética del ritmo o de los ritmos se relaciona únicamente con la dimensión del arte y de lo bello, y su campo se limita a la sensibilidad artística. Este movimiento de lo extenso a lo estrecho ¿es progresivo y continuo? ¿O tiene por el contrario ruptura y salto –más o menos fraccionados- de un dominio a otro, es decir, discontinuidad y mutación  entre la estética sensible y la estética artística?

Nuestra tesis es:

“El arte es la verdad de lo sensible porque el ritmo es la verdad de la aisthisis”.

Para que se comprenda, no el sentido aún, sino la dirección del sentido de lo que llamamos aquí la verdad, decimos:

 

El arte es la perfección de las formas inexactas que escapan, por un lado, al concepto, por otro, al espacio y tiempo matemáticos. Y así como la luz consistente del láser exige el empleo de cristales impuros, un ritmo verdadero es incompatible con la medida exacta de sus elementos fundantes.[2]

 

Acabamos de hablar de ritmos y de formas, y el lenguaje del arte los pone siempre en cuestión. Sus vínculos son ambiguos, pero el esclarecimiento de esa ambigüedad constituye el primer acercamiento al ritmo. Dejemos entonces al arte ser y veamos cómo formas y ritmo se articulan en él. Así sorprenderemos al ritmo en obra en el funcionamiento de las formas.

¿Qué es una forma en pintura, una forma en un cuadro? Jean Paulhan (1962) llama informal a un arte donde el acto de pintar y el acto de ver ya no se rigen a partir de imágenes de las cosas. Informal es entonces el antónimo de figurativo, y forma el sinónimo de figura.

Extraña deformación, ya que en ninguna pintura, figurativa o no, la imagen es la forma. Tampoco en principio la forma es una purificación de la imagen o (inversamente) su modulación, es decir, en ninguno de los dos casos, una “epítesis”. Imagen y forma son dos. Y sin embargo, no hay más que un elemento: esta línea de Piero della Francesca por ejemplo. Es a la vez recorrido y contorno, vía y límite, cursiva y estable: “Dos en uno gracias a la unión”. Pero en esa unión, es la forma la que anima la imagen –que no es copia. Los frescos de Arezzo, la Vue de Delft de Vermeer, una infanta de Velázquez no son fotografías, siquiera sublimadas. ¿Qué es lo que las distingue de ellas? –El modo en que la imagen se da, el cómo de su aparecer. En una fotografía la imagen se produce –por su constitución- a partir del objeto del que es imagen. Requiere –y eso alcanza para su definición- la intencionalidad de su modelo. Por el contrario, el surgimiento de la Vue de Delft, donde los tres elementos del cielo, la tierra y el agua comparecen en un mismo deslizamiento de la extensión –cuyos “formantes” puramente fenoménicos (reflejos, sombra, luz) están estructurados por “fonemas” puramente pictóricos, articulando una única y misma diástole del espacio– tiene lugar en la sorpresa y el asombro. Algo en ella supera la toma, la toma objetiva, la captura  de un objeto en imagen.

Las estructuras de las imágenes pictóricas (salvo en el academicismo) nunca son las de sus mal llamados modelos. En una obra figurativa, la imagen no tiene por función esencial imitar, sino aparecer (con lo que esa palabra, tomada de modo absoluto, conlleva de contradictorio, en esta exigencia de apertura abrupta, hecha de evidencia y de inmotivación). Este surgimiento constituye el irreprimible momento donador de la obra de arte. Ese fue el sentido y el sinsentido de la iconoclasia que, en Bizancio, percibió la potencia de las imágenes sin reconocerles su fundamento. Los mosaicos de Ravenne o de Salónica no son un teatro de sombras humanas o divinas. Ahí transfiguración significa rigurosamente metamorfosis: cambio de forma en el nivel de la existencia sorprendida. Y es la forma de la existencia, inseparable de su sentido, que se encuentra, en ese momento, transformada. Estas obras nos abren al momento perpetuamente otro donde la procesión de la luz sin forma encuentra y abriga en el espacio mismo de su propagación, la conversión de las líneas de contornos discontinuos, generadoras de formas y, a través de ellas, de las imágenes. En el acto originario donde “se exponen”, ellas conllevan un momento aparicional. Ahora bien, este momento no depende del objeto sino de la mirada. Mirada de aquel que está ahí presente[3] y cuya presencia está moldeada de cabo a rabo por las estructuras de la obra en funcionamiento, es decir, animada y constituida por las formas. Aquí la regla es clara: en una gran obra de arte, no se trata de un elemento: punto, línea, superficie, color, que no pertenece al espacio total, antes y en vistas de pertenecer a una imagen local. Esta ley se manifiesta con evidencia ahí donde la obra está más desnuda, especialmente en los tres grandes grabadores: Hercule Seghers, Durero, Rembrandt.

Determinada línea de Seghers, antes de definir una imagen (un pliegue de terreno, por ejemplo) –y en relación y acción recíproca con todas las otras líneas (horizontales sobre todo) que no tienen nada que ver con aquel pliegue, e incluso con ningún otro- cifra el espacio entero del grabado; y es ahí, en el lugar de todas las líneas articuladas, apertura de la extensión, auge del horizonte –el todo conjugado en la tensión única de fuerzas contrarias- donde todas las imágenes se dan.

Si, entonces, el arte figurativo pone en movimiento imágenes, solo se mueve en el acto de las formas. El acto de una forma es aquel por el cual una forma se forma: es su autogénesis. Una forma figurativa tiene entonces dos dimensiones: una dimensión “intencional representativa” de acuerdo con la cual es imagen, y una dimensión “genética-rítmica” que realiza precisamente una forma. El ritmo de la forma dirige y asume la movilidad de la imagen, y determina la tonalidad afectiva de acuerdo con la cual –antes que cualquier representación objetiva sensible- asediamos el mundo de un modo significativo por medio de la imagen. Urde el espacio (y el tiempo) con una significación existencial, es decir con una presencia significante. Así sucede en la Batalla de Uccello que está en Londres: tensiones contrarias de una forma casi circular, se mueven a sí mismas en el límite del estallido, y con una vertical que es a la vez la negación y la salida, comprometida por un abanico de oblicuas a través de la circularidad permanentemente sustraída del cuadro, brota en la diástole resolutiva de un instante suspendido…  el corcoveo solemne de un caballo de Uccello.

Poco importa que el arte sea figurativo o, como se dice, abstracto. El auténtico arte abstracto no se contenta con sustituir signos por imágenes; si propone signos es configurados y superados por el gesto de la forma. Figurativo o no, el arte vive de la vida de las formas que genera.

Werk is Weg” dice Paul Klee, “La obra es el camino” Una obra es el camino de sí misma. No existe más que para franquear el camino de su propia formación. También Klee la llama, en alemán, no Gestalt (=forma, estructura) sino Gestaltung (= formación, organización formadora). “La teoría de la Gestaltung se ocupa de los caminos que llevan a la Gestalt (forma). Es la teoría de la forma pero de tal modo que pone el acento sobre la vía que lleva a ella” (Klee, 1964: 17). Esa vía no es externa a la forma misma, ya que es la de una génesis. “La génesis como movimiento a la vez formal y formador, dice Paul Klee, es lo esencial de la obra” (ibid.). No hay entonces obra “hecha” sino “haciéndose”. En su génesis las formas no solo configuran su espacio sino que lo configuran temporalmente. Los caminos de la forma son “caminos que andan” o corrientes sin orillas. Lejos de ser un vector, referenciable y calculable respecto de un sistema de referencia permanente, una forma estética crea su sistema de referencia en cada instante decisivo de su autogénesis. Una forma, una obra funcionan como un mundo. No están en el espacio y el tiempo; sino que –como están en el mundo- el espacio y el tiempo están en ellas.

Entonces entre Gestalt y Gestaltung, entre la forma tematizada como estructura y la forma en acto, está toda la diferencia del ritmo. Gestaltung y ritmo están ligados. Auténticos o deficientes, sus estatutos respectivos son paralelos. La lengua aquí nos instruye. El alemán Gestaltung no tiene comúnmente el sentido activo que le da Paul Klee. No tiene generalmente el sentido de un proceso y de una “morfogénesis”, sino aquel de un corte operado en el proceso, de una vista instantánea. Por un extraño pero significativo encuentro, sucede lo mismo con el griego  rythmos (de donde viene ritmo). Al estudiar la noción de ritmo en su expresión lingüística, É. Benveniste muestra y demuestra que, a pesar del sentido del radical „ru (= color) sobre el que ha sido formado, la palabra  no designa un fenómeno de circulación, de flujo, sino la configuración asumida en cada instante determinado por un “móvil”. Quiere decir entonces forma, como schema (= esquema). Pero otra especie de forma.

 

Cuando los autores griegos convierten rythmos en schema, cuando nosotros incluso lo traducimos por forma es en ambos casos solo una aproximación. Schema se define como una “forma” fija, realizada, postulada de algún modo como un objeto. Por el contrario, „rythmos, en función de los contextos en que se da, designa la forma en el instante que es asumida por lo que se está moviendo, móvil, fluida: conviene al pattern de un elemento fluido, a una letra arbitrariamente modelada, a un vestido que arreglamos a voluntad, a la disposición particular de un carácter o de un humor. Es la forma improvisada, momentánea, modificable. (Benveniste, 1966, p. 333)

 

Está en relación con una representación del universo donde las configuraciones particulares del movimiento se definen como “fluidos”. Pero una configuración que resulta del arreglo o disposición instantáneos de un elemento fluido o fluyente no es un ritmo: falta ahí la continuidad interna de una duración, y el gesto de lo moviente, en el que el conjunto de los acontecimientos del tiempo vivido tiene su coherencia, y esa concordancia en la que la oposición del instante y del tiempo se suprime, cuando –precisamente en el ritmo- todo es en Uno, y Uno todas las cosas (Heráclito, fr. 50). Los ejemplos citados dan cuenta de un sentido del ritmo que excede cualquier tipo de percepción figural. Escritura y Movilidad evocan en conjunto una letra o un caracter moviéndose en su propio trazado. La antigua caligrafía china conocía una “escritura de hierba” que se movía como la hierba al viento. Este sentido de la forma en formación, en transformación perpetua en el retorno de lo mismo, es propiamente el sentido del ritmo. Debe ubicarse bajo el signo de Heráclito. Pero no en el “todo fluye”; está en la alianza sorprendida del “tiempo como niño que juega” y del “gobierno del todo por medio de todo” (Heráclito, fr. 41).  El ritmo está en los remolinos de agua, no en el curso del río.

Pero el sentido del ritmo puede endurecerse. Así sucede de Heráclito a Platón y de manera curiosa. Ya que es hacia ese sentido antiguo aún innombrado que Platón inclina su definición de ritmo. El llama al “orden del movimiento” y lo aplica en principio a “la forma del movimiento que el cuerpo humano realiza en la danza y a la disposición de figuras en las que ese movimiento se resuelve”. El ritmo es devuelto así a la movilidad, no de una corriente sino de una gestualidad humana. Y he aquí que inmediatamente se termina en medida.  El movimiento de la danza –aquí reglado- está articulado por un metro. El ritmo se sujeta al número. Platón pitagoriza. Su estética reúne la del arcaísmo y la de la “ley del cristal”[4]. Es una estética del número y de la forma, así como su metafísica es la del eidos y la de la idea que quiere decir: forma. La medida introduce el límite (peras)  en lo ilimitado (Žapeiron). Entonces el destino del ritmo se juega entre estos dos extremos: muere de inercia o por disipación.

 

El ser del ritmo

 

 

¿Qué es –en rigor- el ritmo?

Se pueden, se deben determinar científicamente las condiciones fisiológicas, físicas, psicológicas, de su aparición, de sus variaciones, de su desaparición; pero esto no nos dice qué es en sí mismo. Cuestión metafísica, respuesta ineficaz, piensan muchos: teniendo el hecho, qué importa la esencia.. Pero justamente el ritmo es en sentido propio meta-físico; tiene lugar más allá de los fenómenos físicos, sus elementos fundantes. Dado que es “producido”, concepto y hecho forman una unidad. La esencia del ritmo da lugar a ciertos equívocos que son siempre también errores de la experiencia, de los cuales el más común es la confusión entre ritmo y cadencia. Clásico, casi oficial, se remonta a Aristóteles que así define el ritmo: el orden del tiempo.

Los propios músicos contemporáneos temen liberarse de este sentido que creen que corresponde a lo discontinuo –y se encargan de dar explicaciones a través de él con las dos dimensiones opuestas de la continuidad y de la discontinuidad del ritmo[5]. Pierre Boulez, y  antes que él K. Stockhausen, habla de unidades rítmicas que podemos multiplicar o que podemos dividir, y de sistemas rítmicos que se asientan en las duraciones y los tempi objetivamente medibles. Ahora bien, si el ritmo supone, y no solamente como obstáculo a sortear, la proporcionalidad o meramente la conmensurabilidad tanto de las duraciones como de los tempi, el elemento de su medida no es el tiempo estéticamente vivido sino su proyección en una imagen espacial objetiva. Pero incluso K. Stockhausen, que pone en primer plano el tiempo vivido (Erlebniszeit), lo deriva del tiempo objetivo del universo.

A decir verdad el ritmo importa al destino del espacio sonoro determinado tanto por las alturas como las duraciones, las intensidades como los tempi, las texturas como los timbres. Es sobre este conjunto que el ritmo se impone: es la génesis de la plenitud del tiempo incluso en el auto-movimiento de ese espacio. Para definirlo con precisión, partiría del estudio de Hönigswald, el único filósofo que –dejando de lado el opúsculo de L. Klages- tomó el ritmo como tema central de una reflexión esencial.

Hönigswald define el ritmo como la articulación del tiempo por el tiempo, como una articulación temporal del tiempo, en la que el Vivir y lo Vivido son uno. No alcanza con que los momentos articulatorios constituyan un orden, es necesario que ese orden comporte una dimensión temporal. Como otros han tratado o tratarán del ritmo en la poesía y la música, me limitaré a las artes plásticas. Es por lo tanto ahí, donde el tiempo es menos aparente, en la escultura y la pintura, donde quiero definir el ritmo. Lo hago en estos términos: El ritmo de una forma es la articulación de su tiempo implicado.

La noción de tiempo implicado fue introducida en la lingüística por Gustave Guillaume. “El verbo es un semantema que implica y explica el tiempo” (Guillaume, 1964a: 47). El tiempo implicado es el tiempo que un verbo carga consigo junto con su sentido lexical, un tiempo inherente al proceso indicado por ese verbo. El tiempo implicado constituye lo que los gramáticos llaman el aspecto. Nosotros lo entendemos en un sentido amplio. El tiempo implicado no es una simple extensión temporal ni tampoco una duración; comporta eso que Bergson llamó “tensiones de duración” y presenta analogías con los antiguos tonos de la música. El proceso implicado por una noción verbal y por la acción que connota, puede ser de incidencia o de decadencia, en aceleración o en detención, en diástole o sístole, o ser en incidencia sobre el fondo de su propia decadencia. Al tiempo implicado se opone el tiempo explicado: es el tiempo divisible en épocas, pasado, presente, futuro, que el discurso atribuye a la acción y que sitúa la acción respecto del momento de la enunciación, como contemporánea, anterior o posterior al acto que la enuncia.

Pero esta distinción que vale para un signo, por ejemplo una palabra (aquí un verbo) en un discurso, no es cierta para una forma. “El signo significa, la forma se significa”, escribió de una vez por todas H. Focillon (1947: 10). Con otras palabras: una forma es su propio discurso. En ella génesis, aparición, expresión coinciden. Su constitución es inseparable de su manifestación y su significación es una con su aparecer. Entre ella y nosotros no hay ninguna interpretación. El acto por medio del cual una forma se forma es también aquel que nos informa. Nuestra percepción significativa de una forma no tiene otra estructura que su formación. Esto quiere decir que una forma se explica a sí misma implicándose. De allí –limitándonos a su dimensión temporal– que el tiempo implicado de una forma, o de un ritmo generador de formas, coincida con su tiempo explicado. O aún: dado que una forma no existe más que deviniendo ella misma y que –como lo dice en suma P. Klee– su Gestaltung es una cronogénesis, debemos decir de las formas estéticas que su cronogénesis no es sino una con su cronotesis, es decir con la experiencia de su inserción en la duración. Así pues, el tiempo del ritmo es un tiempo de presencia y no un tiempo de universo.

¿Cuál es su naturaleza?

El sistema del verbo justamente lo aclara (Guillaume, 1964b: 184-207).  Su cronogénesis, la génesis en él de la imagen-tiempo, está orientada –en un derrotero de lo amplio a lo estrecho– del modo cuasi-nominal (infinitivo y participio) hacia el presente del indicativo. La imagen-tiempo infinitiva es la de un tiempo indefinido y escalar: el tiempo está en el mundo y el mundo en el tiempo. Tiempo implicado y tiempo explicado se confunden ahí. Tal es el tiempo mítico, aquel que los australianos llaman el tiempo del sueño, y de acuerdo con Jung, también el del Inconsciente inmemorial. Este tiempo tiene justamente su punto de aplicación y de revelación actuales en una singularidad consciente, cuya presencia está en el presente del indicativo. Del infinitivo al presente del indicativo, el aspecto se transforma de modo en modo. Consideremos la oposición de las dos tensiones contrarias que define en el nivel cuasi nominal la pareja incidencia-decadencia. En el modo subjuntivo la oposición deviene la de un tiempo cinético ascendente (subjuntivo atemático presente) y la de un tiempo cinético descendente (subjuntivo imperfecto temático). Luego la oposición deviene, en el modo indicativo, la de un tiempo que viene y un tiempo que se va, del tiempo que no tiene aún realizado su ser y del tiempo que, habiéndolo realizado, lo arrastra en su derrumbe.

Ahora bien, el tiempo, del tiempo, no se puede ir o venir más que en relación con un límite que opere un corte en el tiempo vectorial: de ahí la posición del presente como límite. Pero ir y venir suponen un doble horizonte de anterioridad y de posterioridad a partir de un origen. Es necesario entonces que el presente sea originario. Por ello, la relación del presente y el tiempo se invierte. El tiempo ya no está en el fundamento del presente sino el presente en el fundamento del tiempo. El presente no es ya el cierre instantáneo, sino apertura de la instancia del tiempo. La cronotesis, que tiene su origen en este presente, fundador y discriminador de épocas y de modos de existencia, es necesaria para la expresión de la cronogénesis.

Sin embargo, la forma no está nunca en infinitivo, en el modo cuasi-nominal. Paul Klee llama “caos” a esta infinición indefinida. La forma nace como un mundo (cosmos). “El momento cosmogenético está ahí: fijación de un punto en el caos” o, en el infinitivo, fijación de un presente que es el origen del ritmo. Es en ese presente que tiempo implicado y tiempo explicado coinciden. Pero con una condición: que la forma sea forma, que el ritmo sea ritmo –que no sean traspuestos fraudulentamente como objetos en el tiempo del universo. Solo el presente de una presencia se explica implicándose. El tiempo del ritmo es tiempo de presencia. “Präsenszeit” dice Hönigswald. En él la duración y el instante, lo infinito y lo puntual son idénticos. Un presente tal aporta y despliega su propio tiempo –de presencia precisamente- no el tiempo de una sustancia.

La experiencia del ritmo, en este sentido, es una experiencia monádica. El ritmo es fundado. Reposa sobre elementos “fundadores”. Pero esos elementos inversamente son suspendidos en el ritmo. No están dados por sí mismos fuera de él. No comunican sino en él y por él. Su distribución por inclusión y exclusión recíprocas supone su integración en ese medio inobjetivo y real de la presencia, que es el espacio-tiempo rítmico.

La relación entre el ritmo y sus elementos fundadores constituye la cuestión misma del estilo. Así fue postulada por los historiadores-estetas de fines del siglo XIX, controlando todo el problema del sentido del arte. En su gran obra, El estilo, Gottfried Semper, arqueólogo y arquitecto, asignaba al estilo de una obra tres componentes: el material, la técnica y destino práctico (cf. Semper, 1860-1863). Sus discípulos identificaron el estilo con la suma de las componentes, que eran las resultantes de las condiciones de fabricación, objetivamente discernibles en cualquier momento histórico. El estilo procede de un poder que está en la base del saber y varía de época en época.

A esta perspectiva Alois Riegl le contrapone hechos significativos. Un mismo estilo se ilumina por medio de materiales diversos, que implican técnicas diferentes y aplicadas a obras que no tienen el mismo uso. El mismo estilo en Bizancio, anima con un mismo sentido, vivido al ras de las formas, la arquitectura, la escultura, el mosaico, el esmalte, el marfil, las telas y el ceremonial mismo. ¿Qué tienen en común estas artes? Algo idéntico, inmanente en cada una y sin embargo trascendente debido a esa misma identidad. Ese momento idéntico Riegl lo llama Voluntad de arte (Riegl 1893; 1901-1923)  o Querer de la forma (Kuntswille).

¿Es entonces la forma la que hace el estilo?

Antes de responder es necesario que nos entendamos respecto de la forma. La voluntad de arte que hace el estilo de las obras no está dirigida hacia un sistema de formas constituidas. Una forma no es nada en sí. Una forma no es, existe. No hace número con otros elementos. Es la vía de su puesta en obra. Ahí donde es fórmula, modelo, elemento objetivo de un repertorio, no hay arte, sino danza de esqueletos, no de vivientes. La forma es el ritmo del material, que accede así a una existencia inédita; y ese ritmo exige una cierta técnica de encuentro (agresividad y simpatía superadas) con la materia a transformar. El ritmo no es del orden de los elementos fundadores. Pero no es nada sin ellos. Ni ellos sin él son elementos rítmicos (dotados por ejemplo de otro ritmo remanente). Los trasciende a través de ellos. Suprímase su resistencia y se disipa. La pesantez de la piedra es –en la apariencia misma– necesaria en el ímpetu de la columna o del arco; del mismo modo su materia es –en la apariencia misma– necesaria para la emergencia de la forma libre en la estatua. Es gracias a la tierra, y en relación y tensión con cimiento universal de nuestros pasos de peatones, que la cúpula de Santa Sofía está –de acuerdo con la expresión de Procope– “suspendida del cielo por una cadena de oro”. Es a través de la materialidad visible de los esmaltes y los mármoles y del cemento que los une, que los mosaicos de la arquidiócesis de Ravenne irradian el espacio, y que pueden inspirar a un poeta del siglo VI estas justas palabras: “o bien es aquí que ha nacido la luz, o bien es aquí que cautiva reina en libertad”.

Retomamos aquí la afirmación primera de que el arte es la perfección de las formas inexactas. “La mayor perfección debe ser imperfecta –dice de la pintura china un pintor taoísta–, entonces será infinita en su efecto”. Un círculo perfecto, una vertical absoluta son puras objetividades ideales que no asumen para nada, en su infalibilidad matemática sin conflicto, las incertidumbres de las formas concretas o inventadas, que hacen del artista más riguroso un hombre que, como dice Dante, tiene la rectitud del arte y la mano que tiembla. Delaunay pinta sus “formas circulares”, el círculo nace de la superación –trasgresión y trascendencia– de todas las formas aplazadas, desviadas de sí mismas y de su propia continuidad, imperfectas, que se niegan a “circular[6]“. No hay belleza en el circuito. La matemática no puede acoger ni recoger la verdad de lo sensible que solo el ritmo asegura.

¿Qué tipo de realidad, qué modo de ser poseen, en la experiencia rítmica, los elementos fundantes? –No son ni acontecimientos del universo ni acontecimientos de consciencia. Por un lado, es imposible percibir en ritmo una serie de sonidos, y percibirlos, al mismo tiempo, según las leyes de la física, o más generalmente sujetarlos mediante un vínculo categorial. Tampoco se dan –si son percibidos rítmicamente– como perfiles sucesivos de una misma cosa o de un mismo estado de la cosa, como hacen, por ejemplo, los ruidos conocidos de un auto que frena o de una piedra que rueda. Pero, por otro lado, no son en principio vivencias de la consciencia formando parte de un único y mismo flujo individual.

¿Entonces? Entonces, es necesario deshacerse de una ilusión teórica, de la ilusión teórica, que consiste en creer que toda la experiencia humana está estructurada por la polaridad sujeto-objeto. La relación de un sujeto que objeta para sí el mundo, y se distingue por eso mismo de dicho mundo, no puede negarse. Pero se trata en este caso de una situación derivada respecto de aquella situación primera que es la situación sensible. La relación Yo-Mundo en el Sentir no es reducible a la relación Sujeto-Objeto. “El sentir es al conocer lo que el grito es a la palabra“ (Straus, 1935: 329).  Pero la palabra no es la verdad del grito. Ni la percepción la verdad de la sensación. La sensación es fundamentalmente un modo de comunicación y, en el sentir, vivimos, bajo un modo de patencia, nuestro ser-con-el-mundo. Pero es a un mundo tal, dado en la relación de comunicación (y no de objetivación) al que pertenecen los elementos fundantes del ritmo. No se postulan objetivamente como hechos o fenómenos del universo. No son tampoco simples vivencias materiales de consciencia. Pertenecen a ese mundo primero y primordial en el que, por primera vez y en cada uno de nuestros actos, tenemos que vérnosla con la realidad, ya que la dimensión de lo real es la dimensión comunicativa de la experiencia.

Aquí se postula una cuestión decisiva donde se ponen en juego los vínculos contradictorios del arte y del Sentir. La sensación es una certeza que pone a prueba su verdad sin poner en duda la realidad del mundo con el cual, a través de ella, nos comunicamos. Pero no postulamos algo como real más que habiendo previsto y resuelto, en un sentido positivo, la posibilidad de que eso no sea. Es el camino escéptico de la duda, de la crítica, de la efectuación de las evidencias que pueden confirmar o defraudar la certeza primera. Es el pasaje de la certeza a la verdad.

La certeza sensible ignora la puesta en duda. La relación Yo-Mundo no pasa por la prueba de la posibilidad del No. Los elementos fundantes del ritmo no son propiamente postulados. Son –sin tomar en cuenta la posibilidad de no ser. Hay. Es. Ese si no refuta ningún no. Pero justamente son postulados en el ritmo. El ritmo es el medio en el que su ser es liberado de la posibilidad de no-ser, y de ser-de-otro-modo. El ritmo, porque es una forma de la presencia, un existencial, es por sí mismo garante de realidad. En él real y posible coinciden. Por él el arte no es –como se dice– un imaginario.

Sería importante precisar aquí –pero el tiempo falta para ello– cómo incluso nos comunicamos con  el sentir, de un modo patente, no con este u otro objeto, sino con el mundo entero. Cuando Van Gogh habla de “la alta nota amarilla” por él “alcanzada este verano” del año 88 (van Gogh, 1889), o cuando Cézanne, tomando a su cochero por el hombro, en la carreta que lo conduce a su “motivo”, le grita en una suerte de éxtasis, que penetra al otro: “¡Mire! Los azules… los azules abajo… bajo los pinos” (Gasquet, 1926: 121), ni ese amarillo ni esos azules son colores de objetos, sino introducción al mundo, lugar de encuentro con el mundo de Van Gogh y de Cézanne. Forman parte de “esas sensaciones confusas que traemos al nacer”. Y de esas sensaciones, se trata para ellos de hacer una obra donde funcione el mundo. No pueden ponerlas a la vez “en obra” y “en el mundo” sino ritmándolas. De ahí la cuestión: de la sensación al ritmo ¿hay continuidad o hay discontinuidad? Hemos afirmado ya que hay discontinuidad y salto ya que hay pasaje de una certeza a una verdad.

Ritmo e instante crítico

 

Lo artístico no cubre todo lo estético, es decir, todo lo sensible. Pero lo estético, lo sensible, no cubre tampoco todas las configuraciones que son teóricamente posibles. Fechner, a partir de la idea justa de que a la continuidad de lo excitante se opone la discontinuidad de la sensación, cometió el error de postular entre los umbrales sensibles una continuidad teórica e irreal del sentir, bajo la forma de un “diferencial de consciencia”. Es evidente, en cualquier caso, que el sentir procede por supresión en la medida en que procede por elección. Asimismo, el moverse que no solo está siempre acoplado a él, sino que es su articulación misma.  A velocidad siempre creciente, el paso del caballo se transforma, es decir, pasa a otra forma: paso, trote, galope, triple galope. Con cada cambio se produce una reorganización integral e instantánea de las sinergias.

El arte también procede siempre por supresión; y, a su vez, en toda cuestión equiparable o semejante, tanto más se enaltece cuanto más suprime. ¿De dónde viene, de hecho, en una obra de arte la extraña potencia de lo simple? –Ella aparece primero como potencia de lo negativo. Compárese una montaña de Saint-Victorie de Cézanne con cualquier otro cuadro o grabado de los siglos XVIII y XIX que trabajen el mismo motivo. En cada caso el número y la riqueza de los detalles llevan al segundo. Mas el cuadro de Cézanne abolió todos los demás, como las a luces a las tinieblas, por la evidencia desnuda e irradiante de su espacio. Dije: Mas. No hay mas. Los dos hechos están vinculados. Lo que aquellas obras pintorescas o diligentemente descriptivas muestran de más respecto del cuadro cézanniano aparece como demasiado, presa de la inercia, reducido al estado de partes muertas.[7] Ellas están muertas, en tanto que, habiendo depositado sobre sí todas sus complacencias, y captando la mirada en el juego de su propia definición, no conspiran ya entre ellas en la respiración de un solo y mismo espacio. Cézanne, por el contrario, no admite sino los pocos elementos que bastan (y tan pocos, en sus acuarelas) para movilizar una superficie como napa energética, como energía espacializante. Esta energía es tanto más grande cuanto más viva es la contradicción entre los elementos. El arte gana en agudeza de evidencia y en potencia de resolución (de tensiones contrarias) lo que abandona de riqueza y satisfacción inmediatas. Cuando se trata de unir los momentos heterogéneos de un ritmo que articula el espacio y el tiempo interiores, y que los comunica en la unidad de una obra, la vía de comunicación más eficaz no es la más simple ni la más compleja sino la más imprevisiblemente necesaria. Tal es, entre diez mil posibles, la línea justa, cuya realidad anula la posibilidad de cualquier otra; línea más próxima de una línea falsa que dos líneas falsas entre sí, porque el desvío se multiplica por su potencia: “un punto de partida un li [8] de llegada” (proverbio chino).

Así, luego de una primera limitación que es elección y que reduce lo sensible a algunos focos de energía, sobreviene la organización de la plenitud. Pero plenitud irresumible. Esa plenitud opuesta a la entropía, a la ley de los estados más probables, es siempre imprevisible. Su organización consiste en una articulación temporal y espacial del espacio y del tiempo, cuyos momentos nodales son en cada caso lugares e instantes críticos, donde cada obra, cada forma, se demora en ser –o más bien en ex–istir (más allá de toda medida preliminar).

Una concepción semejante de la forma, en lo que tiene de inevitable responde muy bien a la definición que da de la forma biológica V. von Weizsäcker en la “Gestaltkreis”:

Desde el punto de vista espacial, la forma es el lugar de encuentro entre el organismo y la Umwelt; desde el punto de vista temporal, la forma debe ser considerada como una génesis del presente en todo momento dado. (von Weizsäcker, 1958: 179)

En una obra de arte, la forma, incluso estructural, es el lugar de encuentro mismo móvil entre un aquí y un allá, focos y un medio. Y la frase de von Weizäcker pude servirnos de balanza sobre la cuerda rígida –la cuerda más tensa de la lira– donde las artes mayores hacen su camino. Dos ejemplos alcanzarán en este sentido. Tomo prestado el primero del arte chino, el segundo de Cézanne.

En el siglo VI, en China, Sie Ho enuncia, por orden de importancia decreciente, los seis principios de la pintura, de los que solo voy a citar los dos primeros:

  1. Reflejar el soplo vital

      es decir crear el movimiento

 

  2. Buscar el esqueleto

      es decir, saber usar el pincel

La primera parte de cada recomendación enuncia la generalidad y por decir así el sentido del principio; la segunda explicita la significación técnica, el modo de realización. El soplo vital representa a la vez el más universal y el más interior de los movimientos: la respiración cósmica en cuyo acto se abre el ser mismo de todas las cosas. En el segundo tiempo del principio –que invita a crear el movimiento– se trata no ya de lo Abierto sino de una articulación viviente, de la Gestaltung que crea una línea de universo viviente. Como ejemplo, he aquí un texto de Yu T’ang, pintor de los Song.

 

Para pintar un pez, es necesario que el artista conozca la naturaleza del pez; pero para alcanzarla, el pintor debe, utilizando su intuición, acompañar en su nado al pez por medio del espíritu, compartir sus reacciones en las corrientes, las tempestades, al sol, a los señuelos. Solo un artista que comprende las alegrías y las emociones de un salmón franqueando un rápido tiene derecho a tomar un salmón, si no, que lo deje tranquilo. Ya que por más preciso que sea el dibujo de las escamas, las aletas y los párpados, el conjunto parecerá muerto.

 

Se trata entonces para el pintor de descubrir las relaciones internas entre la naturaleza (aquí presente en un pez) y el yo (donde la naturaleza está también presente). Eso no es necesariamente taoísta, ya que el neo-confucionismo dice que todo en la naturaleza, comprendido el Sí-mismo, es la manifestación del universo. Tenemos entonces aquí al pintor chino en medio de cosas y seres: montañas, árboles, rocas, peces, nados –que también pueden en francés ser nombrados en singular, para restituir el sentido de las palabras chinas, que no están sometidas a la categoría del número. Estos “entes” son designados por palabras que, en chino, no son nunca conceptos. Más allá de toda distinción del tipo: un pez, el pez, este pez, es su forma única lo que los particulariza. Ella es el órgano de discernimiento. Por el contrario, el soplo vital universaliza completamente lo que la forma particulariza. La forma asila el “ente” en su particularidad. Pero el soplo vital une todas las cosas, desde el interior mismo de su respiración, en la conspiración  del soplo único y universal que, si va al extremo de su diástole, desaparece en el vacío del Tao.

Es ahí cuando interviene el segundo principio. El principio de articulación dirige el manejo del pincel. Cuando bosqueja un trazo o una serie de manchas, el pincel no completa un trayecto monótono entre un punto de partida y un punto de llegada elegidos previamente. A la vez exploratoria y conductora, la vía que enfoca se analiza a sí misma en su recorrido a través de momentos nodales que constituyen el esqueleto. Es el principio de la caligrafía, arte mayor en China. En la escritura china, el caracter, cuyo trazado cursivo se anuda en una configuración cerrada, posee la extrema potencia simbolizante de una singularidad (expresiva). Es el resultado de un movimiento de singularización, que está en las antípodas del movimiento de universalización concreta que se cumple en el soplo vital. Porque el arte se halla en el encuentro de dos movimientos: unifica la expansión del soplo vital y el esqueleto. Es, en cada singularidad como así también en el todo sin límite, articulación del soplo cósmico en el único espacio-tiempo concreto universal. Porque la articulación del soplo es el ritmo.

Véase por ejemplo (ejemplo abrupto y simple) los kakis, un monocromo de Mou-K’i (Fa-tch-ang). La expansión del espacio irradiada en la diástole del instante está articulada allí por medio de un juego de espaciamientos y desaceleraciones, a la vez medidas e improbables, entre dos formas evidentes y eludidas (los kakis). Este juego crea tensiones críticas. Porque esas mismas formas –sobre todo en los valores negros- son simultáneamente centros de atracción y de condensación del espacio. Articulación de dos fases opuestas del soplo vital, el ritmo es uno, y la contradicción se resuelve a través de él en el ser en suspenso de las cosas entre el si y el no, es decir, en el Tao.

Segundo ejemplo: Cézanne. Bonnard dijo una vez: “Con una sola gota de óleo Tiziano pintaba un brazo de punta a punta; Cézanne quiso, por el contrario, que todos sus pasos fueran tonos conscientes” (Bonnard, 1942).  Técnicas del continuo y del discontinuo. La primera, la de Tiziano, obedece al ritmo de un mundo en el que la forma humana es el centro. Ese ritmo unifica las dos dimensiones de la forma femenina que es a la vez carne  y cuerpo. Carne resumida en sí misma, por medio del deseo que le asigna a su posesión en el contorno de una forma cerrada, pero cuerpo abierto al espacio del mundo ya que “ese mismo deseo es la quintaescencia de la naturaleza”. El ritmo suscita el lugar donde estos contrarios se comunican. Pero no es sin embargo localizable, es omnipresente. El conflicto de lo cerrado y de lo abierto, como su resolución, no tiene lugar en tal o cual punto de la forma sino en cada pulsión de su automovimiento.

La yuxtaposición de tonos coloreados autónomos es característica del impresionismo. Pero en ninguna parte la discontinuidad de tonos es, por mucho, tan viva como en la pintura de Cézanne. Cada toque es allí verdaderamente un “melisma” pictórico. No se trata de toques en el sentido ordinario de unidades elementales que podemos (a causa incluso de su estructura) comparar con los “formantes”. Sino que las verdaderas unidades pictóricas, en un cuadro de Cézanne, no son elementos, son acontecimientos –y esos acontecimientos son encuentros: encuentro de dos colores, de dos luces, de una luz y una sombra. Esos acontecimientos a la vez pictóricos y cósmicos son los elementos de articulación de la pintura cezanniana, y por decirlo así sus “fonemas”. Tanto más estos son diferentes e incluso contrarios, tanto más la obra gana en agudeza. Un cuadro de Cézanne une lo heterogéneo, de acuerdo con su sentido de la pintura y del mundo que es, como él dice, “una religión del paisaje”. La religión del paisaje reúne en un mismo impulso eso que no solamente se dispersa entre “las manos errantes de la naturaleza”, sino que se separa en acontecimientos autónomos, todos decisivos, en la mirada y la presencia del pintor, Tal impulso no puede sostenerse más que en el ritmo.

Que los “pasos” de Cézanne son –como dice Bonnard– tonos conscientes o, más exactamente, en su precisión misma, encuentros de tonos, acontecimientos singulares que se excluyen mutuamente y se refuerzan por contraste, he aquí que aclara el secreto y la inquietud de su “pequeña sensación”. A diferencia de las notaciones impresionistas, la sensación de Cézanne es verdaderamente un “fenómeno” es decir –en el sentido heideggeriano– un modo del encuentro. Y la discontinuidad de los encuentros, unida a nuestra condición de peatones moviéndonos paso a paso[9], es a la vez el obstáculo y el apoyo del ritmo en el cual los acontecimientos se comunican entre sí. Al mismo tiempo, el hombre habita cada vez el mundo entero en el alejamiento de lo cercano y la proximidad de lo lejano. El ritmo es, aquí también, la articulación del espacio-tiempo del soplo. De allí la duda en la certeza, ese temblor a fuerza de rectitud, que hace sonar el espacio cézanniano como un cristal –en lo Abierto.

 

Estilos y ritmos

 

Todo encuentro desea un ágora. El ágora del arte es lo Abierto. El ritmo tiene lugar en lo Abierto. Atengámonos a la pintura. Tres grandes estilos atraviesan la historia, que corresponden a tres ritmos fundamentales –donde varían, entre uno y otro, el instante fundador del tiempo y la patencia de lo Abierto.

El encuentro de la presencia y del ser del mundo en el que ésta se presenta se manifiesta en primer lugar en la apertura de un Aparecer absoluto. Todas las cosas y todos los seres se dan, pues, a partir del muro cósmico, único fondo universal, que garantiza su esencia, asegurando la evidencia permanente de la forma cuya “definición” delimita y recoge su individualidad material cerrada. El “muro” mismo se da con las formas como el fondo desde el cual estas surgen, sin que se pueda o se quiera “pasar por detrás” [passer derrière]. No hay un más-acá del aparecer. He allí el verdadero sentido de la ley de la frontalidad: la obra estructura el espacio en torno a ella a la vez que nos mantiene aquí aquí donde ella se da integralmente- sin posibilidad de desplazamiento. Un ritmo cerrado de planos ligados a las formas cifra un espacio absoluto, “el espacio sin destino de la plástica” (Straus, 1935: 412-413), sobre la base del plano del fondo, a partir del cual todos los otros surgen, aunque él mismo no está hecho más que de su contrapunto, sin tener –por ello mismo– otro modo de presencia que el ritmo. Dicho estilo de ser es, por ejemplo, el del arte sagrado de Egipto y el del arte arcaico griego. Así pues, en el museo de Atenas la estela de Ktesilaos y Theano, con su ritmo de cadencia binaria desmultiplicada, es un equivalente tópico de esta forma de declinación conservada por el Greco: el duelo. Asimismo, son válidos aquí, a título de ejemplos, el arte del Quattrocento florentino, y en el siglo XIX, la pintura de Seurat y la época clásica de Cézanne, cuando “reúne las manos errantes” de la naturaleza en una sístole del mundo.

A la inversa, el monocromo Song devela el ser del mundo: montaña(s) y agua(s), en lo Abierto de su desaparecer. Toda cosa se manifiesta desapareciendo, como, en la bruma de la montaña, una cresta se muestra en el momento en que retorna a su veladura. Lo real del ente no se da sino en su retirada. Por tanto, esta diástole del instante en la ruptura de la forma que desaparece nos introduce en el Tao de la pintura.

El tercer estilo del ser pictórico es, en general, el del arte barroco. En la pintura de Rubens, o en la arquitectura de Gaudí (exceptuando las insistencias fascinadoras), el instante es el de la aparición-desaparición de una forma en metamorfosis en el tiempo entre una y otra. Lo mismo en el impresionismo de Ravenne (Escenas de la vida de Cristo en Saint-Apollinaire-Neuf) o en el del siglo  XIX en su primer momento, o incluso en las acuarelas de Cézanne –donde él intenta, esta vez, abrir el gesto de la naturaleza. En dicho arte del pasaje, la recepción del mundo en el instante en que funda el tiempo de la presencia es simultáneamente abandonada y recogida. El espacio escapa a sí mismo en diástole pero los focos de la obra lo recogen en sístole, de acuerdo a un ritmo expansivo y contraído en modulación perpetua.

Atravesando con un corte longitudinal esta primera diferencia entre los ritmos mayores, encontramos otra, igual de profunda, entre dos tipos de ritmo que se sitúan en dos extremos: el de la experiencia y el del “poder ser” artísticos.

Hay una armonía que se llama eurítmica, acerca de la cual G. Semper escribió de manera inmejorable: “El ritmo, aquí, consagrado al cierre no se encuentra en relación directa con el espectador sino con el centro en torno al cual se ordenan los elementos” (1860-1863, v. 1: XXVII) . El cierre es solidario de un  marco que define un “terreno de verdad”. El espectador, en tal caso, se proyecta en el centro, y en el límite se abandona a las técnicas de la fascinación (más o menos intro-proyectiva).

Otras veces, el ritmo se encuentra en relación directa con el espectador y lo obliga de algún modo a “entrar en la danza”. Es fuera de sí misma que la obra tiene su origen y su término. Pero ambos salen a la luz del espacio y del instante en el campo de la obra, donde se anudan las fibras rítmicas del ser del mundo. Aquí la obra ya no es objeto sino acción.

 

Conclusión

 

Así pues –y con esto concluimos– el ritmo es la esencia del arte y es su existencia, siendo el acto del estilo. En él, ambos son uno, antes de toda división. ¿Dónde comienza el ritmo? A la vez, no importa dónde y solamente en sí mismo. Por una parte, la estética artística es una limitación en relación con la riqueza de información de la estética sensible, que recubre todo el campo del sentir, toda la vida en “relación”, entendida como “existencia” del hombre e “in-sistencia” de las cosas (sobre él). Por otra parte, el ritmo está acoplado a esta vida y no tiene otros elementos fundadores más que los acontecimientos-encuentros que constituyen la fenomenalidad universal. No hay situación que no pueda dar lugar a una posibilidad rítmica. Del  mismo modo en que “la verdad puede caer de cualquier boca, en cualquier momento” (Kafka, 1925), el ritmo puede nacer a cualquier momento dado. Pero es él quien se da ese momento, haciéndolo su presente. El ritmo en ese presente es su propia partida.

Dicha paradoja –que es la del tiempo y el instante– es la de la propia Presencia. Ella es su propia posibilidad. Ella es poder-ser. Perdida, arrojada, varada allí en el medio de su entorno, no se halla ahí (=no está ahí) salvo que se halle ahí (=se descubra ahí revelándose). Su ahí no tiene ser más que como punto crítico, cuya contradicción devora toda positividad. El ritmo se articula en instantes críticos, soldados unos con otros en el curso de un enriquecimiento mutuo. En cada uno, una Presencia, forzada a lo imposible y obligada a ser, deviene allí lo que es en la ruptura y el salto. Expuesto al espacio, el ritmo lo iguala al Espacio, del mismo modo en que hace de su presente el Tiempo.

La experiencia de los ritmos es infinita. Es la consumación de la presencia sor-prendida [sur-prise]. En tanto el hombre es capaz de asombrarse, el arte existe. El hombre muere con él.

 

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